Tras un largo viaje

“…el padre le dijo: Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero está bien hacer fiesta y regocijarse, porque este hermano tuyo había muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado”. Parábola del hijo prodigo. Evangelio de Lucas, 32. 

Europa cerca y a lo lejos

A lo lejos se adivinaban, antes que mirarse, las líneas de la costa de Galicia. Tomé el viejo catalejo y pude observar los acantilados rocosos coronados, de vegetación, que anunciaban la cercanía de Europa. Había sido un largo viaje, pero estábamos próximos a atracar en un puerto de Vigo y allí el velero permanecería las dos semanas siguientes. 

Era mi primer viaje a España y lo hice en calidad de alférez de fragata de la Armada de mi país. Realmente estaba orgulloso de vestir el blanco uniforme de oficial naval, y más todavía cuando formaba parte del velero Escuela Guayas, nave de tres mástiles, que siempre se distinguió como la prueba mayor en la formación de los oficiales de la Marina ecuatoriana.

Llevábamos navegando más de dos meses desde que salimos del puerto de Salinas, en el extremo occidental de mi país, en el océano Pacífico.   Del punto inicial viajamos al sur visitando Perú, Chile, y tras dar la vuelta por Magallanes y la Tierra de Fuego, bordeamos la Patagonia, en Argentina, antes de marcar el rumbo hacia las islas Canarias, y finalmente a las costas del norte de España.

La travesía fue inolvidable. Partimos en un día calmo, agradable, de temperatura media y mucho viento, lo que nos permitió adentrarnos en la mar y sentir el significado de la palabra libertad, lejos de lo que sucede en tierra firme y cerca del infinito y las estrellas. 

Días calmos, días de tormenta

Enseguida llegaron los días calmos, en que el aburrimiento era la norma; apenas el va y viene de las olas nos sacaba de esa modorra que produce el navegar en aguas como las del Pacífico. Pero llegó el día en que el velero se adentró en las aguas del Antártico y luego del Atlántico sur y horas de incertidumbre nos cubrieron. Nubes negras descargaron su fuerza en forma de agresivas lluvias que, por suerte, no se transformaron en tormentas. Seguro que un novelista o, al menos, un cuentista, habría podido extraer vivencias para una obra de tensión y temor. Fueron momentos en que muchos hombres creyentes de la tripulación se encomendaban fervorosamente a todos los santos del calendario y a los que seguramente se incorporarán en el futuro, otros los que no lo eran, se encomendaban al dios Neptuno, a Erik el Rojo, a Cristoforo Colombo y a Américo Vespucio, a Francis Drake y a Bernard Fokke, el holandés errante, pero todos se comportaron como verdaderos nautas; cada uno sabía lo que tenía que hacer en cada caso, y lo hicieron.

Vista aérea de Fisterra, en Costa da Morte (A Coruña, Galicia).

En las 36 horas que duró la amenaza de negros días pude imaginar la travesía del genovés y sus tres carabelas, naves impulsadas por el viento en las velas, tal como lo hacía nuestro velero en la actualidad, pero, a diferencia de aquellas, las comodidades de la tecnología moderna que disfrutábamos hacían más segura y agradable una travesía tan larga como la de cruzar el Atlántico. 

Puerto de Vigo en década de los 80’s

En el puerto de Vigo

En Vigo, el velero debía recibir mantenimiento. En tanto, tripulantes designados para ello, reabastecían las bodegas de todo lo necesario para el retorno a Ecuador, vía canal de Panamá. 

Desde que partimos de Salinas, una vieja idea cargada de esperanza e ilusión se transformó en una misión que estaba dispuesto a cumplirla. Solicité una semana de permiso para visitar a mi familia española, familia que, dicho sea de paso, no conocía, pero que, por referencias, sabía que aún vivía en Cantagallo, un pueblo ubicado en la sierra de Béjar, en las cercanías de Salamanca.

La licencia me fue concedida y lo primero que hice al bajar la rampa del velero fue buscar una agencia de alquiler de vehículos. Quería distenderme de las olas del mar y manejar un coche me parecía la respuesta ideal a mi antojo. Junto con el coche solicité un mapa vial de España: de Vigo a Salamanca el mapa marcaba 417 kilómetros, es decir unas 5 horas de viaje, a las que habría que añadir un par de horas para comer, visitar una estación de servicio y vaciar la vejiga y el estómago. Serían, algo así, como unas 7 en las que podría mirar y admirar el paisaje de la tierra a la que tanto amaba, desde que supe que en la península ibérica se originaba mi apellido: Sánchez.

Tras salir de Vigo, los paisajes rurales de Galicia aparecían de un verde brillante, bajo el sol de abril: viñedos, pastizales y cultivos forrajeros eran los que más apreciaban mis ojos y, un poco más allá, bosques tramontanos se aferraban a un suelo áspero y pedregoso. Seguramente este paisaje es igual al que debe haber contemplado mi abuelo en aquellos días de labrador y ovejero, según me contaba cuando me mecía en sus piernas. Es verdad, aquí en esta parte de Europa no se pueden admirar las altas montañas y cordilleras como las que atraviesan mi país; las que por aquí se veían, si bien algunas cimas estaban revestidas de blanco, no alcanzaban la majestuosa elevación de los Andes.

Fueron horas calmas y agradables las que me permitieron atravesar Galicia, mientras recordaba a mi abuelo, que más que abuelo, fue mi cómplice, mi adúo, mi parcero. Alto, al menos así lo creía hasta que ingresé a la Marina, pus, una fotografía de aquellas en blanco y negro, propias del recuerdo, me mostró que mucho tiempo atrás yo ya lo había superado en altura; blanco, de ojos claros, ni azules ni verdes, con un bigote bien recortado; siempre vestido con corbata, aunque no llevara la leva o saco que lo reemplazaba con un sweater de lana que le abrigaba en los fríos días del pequeño pueblo donde vivíamos, y claro, no podía faltar en su indumentaria la boina vasca que, aunque no era de su tierra, al menos le recordaba a su España añorada, le cubría sus ya pocos y finos cabellos blancos. 

En la casa del abuelo

En mis años de infancia, al atardecer, yo me escabullía a la casa del abuelo, donde él, con una sonora carcajada me recibía; jugábamos, me leía un cuento o, simplemente, me sentaba en sus rodillas para narrarme su pasado, y luego, al despedirme, con cariño me regalaba algún dulce. Cuando adolescente, ese caramelo se transformó en una moneda con la que podía comprarme alguno de mis antojos. 

No había fines de semana que él pudiera escaparse de mi presencia en su casa. Es que era maravilloso gastar mi tiempo oyendo sus historias, aprendiendo de su larga experiencia, conociendo el mundo bajo el embrujo de su encigarretada voz. Es que mi abuelo fumaba un buen “mazo” de cigarros negros que él envolvía con agilidad y precisión en sus amarillos dedos, antes de ponérselos en su boca.

Sus palabras, cargadas de tiempo y sentimientos, pintaban mi memoria de su lejana juventud, cuando en su tierra natal trabajaba como peón de su padre, en las tareas del campo y del pastoreo. Decía que en aquellos días él era feliz. De pronto las guerras, tanto la que cubrió de sangre a la vieja Europa, así como aquella otra que dividió de un tajo a España, le empujaron a abandonar su tierra en busca de una quimérica paz. Yo creo que la encontró en ese pequeño pueblo andino, donde levantó su querencia y su familia. No sé por qué vino, de improviso, a mi memoria los versos de la canción de Nino Bravo, que tanto me gustaba en mi juventud

“Dónde brilla el sol, con un nuevo fulgor dorando las arenas,

Dónde el aire es limpio aún, bajo la suave luz de las estrellas,

Dónde el fuego se hace amor, el río es hablador y el monte, selva.

Hoy encontré un lugar para los dos, en esta nueva tierra.

Cuando Dios hizo el Edén, pensó en América” 

Buque escuela guayas en San Francisco.
La historia del “Holandés Errante”, es una de las leyendas más famosas en torno a los piratas europeos que aterrorizaron los mares del mundo con su oscura presencia.

 

Cantagallo

Con su mirada tierna y su voz llena de nostalgia me transportaba a su Cantagallo, a la casa de sus abuelos donde dejó a su hermana menor, una pequeñita llamada Mari Carmen. Desde que tomó su arreo, nunca más supo de ella, pues mi abuelo aprendió a leer y escribir cuando ya estaba casado con mi abuela, y estaba seguro de que ella no habría aprendido porque en su pueblo la escuela era un lujo que muy pocos podían darse, y peor aún si era una mujer.

Cuando hablaba mi abuelo, me transmitía más que conocimientos, sus sentimientos, su alegría, su ternura, su amor por las cosas simples; pero también sus valores: la religión que era cosa sagrada, su honradez a toda prueba y su amor al trabajo. No recuerdo que él haya faltado a su pequeño bazar ni un solo día, ni siquiera una hora, hasta el momento de su muerte.

Educó a sus hijos como seguramente sus padres lo habían hecho con él y su hermana, bajo un estricto sentido del deber, basado en una férrea disciplina y el respeto a Dios, a las leyes y a los mayores, sin horario ni calendario.  Uno de ellos, mi padre, no escatimó esfuerzo alguno para cumplir mi sueño de ser marinero y aunque quiso seguir el método de mi abuelo, mi rebeldía se lo impidió; y, si debo ser honesto, la complicidad de mi abuelo tuvo algo que ver.

Casas de Cantagallo

Con el gilipollas de Pedro

A los pocos días de que mi abuelo me vio vestido con el blanco uniforme de la Marina, murió. Creo que sintió que ya había cumplido con su deber en la vida y prefirió retirarse a sus cuarteles de invierno a seguir riéndose a sonoras carcajadas con el “gilipollas” de Pedro.

Nunca regresó a Cantagallo, pero yo tomaría su lugar y tocaría la puerta del hogar de su hermana y la abrazaría fuerte, tal como él lo hubiera hecho y le diría que nunca la olvidó, que todos aquellos años de vivir en América, ella estuvo con él, en su sangre y en su memoria.

Llegué a Salamanca en horas de la tarde. Sentí el cansancio del viaje en velero y en automóvil. Busqué un hotel y apenas pude llegar frente a la cama cuando caí rendido. Se borró mi conciencia y, antes de que pudiera decir una palabra, el sueño se apoderó de mi cuerpo y de mi mente.

Desperté cuando ya el sol había caminado varias horas. Debí apurarme. Quería llegar a Cantagallo vestido con mi uniforme marinero. Pedí al hotel que lo plancharan; cuando estuvo listo, yo ya me había duchado. Pagué el costo del hotel y salí hacia el vehículo que había alquilado, tomé el volante, puse la proa hacia el sur, apuntando a Cantagallo, y enseguida me perdí en mi ansia de llegar a mi destino.

Faltan apenas 80 kilómetros

Los 80 kilómetros que separaban a Salamanca de Cantagallo los recorrí en casi una hora, de la que solo recuerdo haber fijado mi vista en la carretera. Ningún paisaje, ni nada que se le parezca, solo la cinta gris sobre la cual las cuatro llantas del carro giraban y giraban, logró distraerme.

Junto a esa carretera, un pequeño cartel anunciaba que había llegado a Cantagallo. Unas cuantas casas de piedra gris y techos de teja me decían que ese era el pueblo que buscaba, aunque un poco más allá, casi en la lejanía unas moles de cemento gritaban su apego a la modernidad.

Entre las casas viejas, unos angostos caminos de tierra eran lo más parecido a unas calles por donde era difícil transitar; sin embargo, logré distinguir un pequeño bazar y frente a él parqueé el coche para preguntar por la casa de Mari Carmen Sánchez. Un hombre sin tiempo y sin dentadura me señaló un callejón y una vetusta casa. Con cuidado me acerqué a lo señalado. Apagué el motor del carro, me bajé, acomodé mi espada en mi cinturón y coloqué en mi cabeza la gorra blanca como mi uniforme. Mis guantes blancos en mi mano izquierda y con decisión, mi mano derecha golpeó el aldabón de aquella casa.

Una anciana de pelo blanco y lentes redondos enmarcados en alambre abrió la puerta. Sí, era ella, la hermana menor de mi abuelo. Debía bordear los 70 años y su vestido demostraba su condición de campesina.
Sus toscas manos me hablaron de lo duro que debió haber sido su vida; su voz, aunque tierna, mostraba la fuerza de su carácter.

La saludé. Me presenté como nieto de su hermano y mi deseo de conocerla.

Cuando esperaba unos brazos abiertos al abrazo, escuché: “Mi hermano murió hace muchos años. Fue hace mucho que me abandonó. No estoy dispuesta a desenterrarlo de la tumba de mis recuerdos”.

Han transcurrido muchos años de aquel día y hasta hoy resuena en mi oído el portazo con el que ella me despidió.