Transportando cine

Quizás olvidemos el pasado, pero el pasado no nos olvida a nosotros.

Vals con Bashir (2008),

película dirigida por el israelí Ari Folman

Una tarde mientras gustaba de un café lojano y de buena música (sonaba Resistiré del Dúo Dinámico), recordé los días de confinamiento en el 2020 por la pandemia del COVID-19 que paró al mundo, días en que todo era gris; y, vino a mi memoria las entrañables y extensas horas de charla con mi padre sobre sus experiencias de vida, las historias propias de su trabajo tras el volante de un vehículo transitando por las calles y carreteras de Loja, de la provincia y del país, una de esas historias se las cuento hoy.

Pasaba la segunda semana de mayo del año de 1958, después de unos días de validas vacaciones regresó al lugar de siempre (La Estación de Tránsito, actual Parque Bolívar) en busca de una oportunidad de trabajo, a las pocas horas un señor requirió de sus servicios, se trataba de don Amable Garcés, precisaba que conduzca un automóvil para el servicio de taxi, después de establecer las condiciones laborales le entregó las llaves y se hiso cargo del vehículo, un automóvil marca Chevrolet del año 1938, tipo “utility”, de cuatro puertas, color azul, con rudones de madera de pino color café, había que trabajarlo en el Control 18 de Noviembre que se ubicaba en la esquina de las calles 18 de Noviembre y 10 de Agosto.

Era el inicio de la primera tanda de quince años en el taxismo, pronto se adaptó al nuevo ritmo de trabajo que iniciaba a las siete de la mañana y finalizaba a eso de las nueve de la noche.

El automóvil tenía veinte años, la carrocería mostraba algunos desperfectos propios del tiempo de servicio y la caja de velocidades que en esos modelos eran montadas sobre bocines de bronce también ocasionaba molestias, pese a todo se mantuvo en este lugar de trabajo hasta el treinta de diciembre. Continuamente lo escuche referirse a toda la numerosa familia Garcés-Torres como patronos inmejorables, con un gran sentido humano y sobretodo muy generosos, siempre los recordaba con considerable afecto.

Mientras saborea de un bollo con un poco de quesillo frito continua con el relato, me cuenta de ese día viernes 2 de enero del nuevo año en que estaba muy temprano en la casa del señor Manuel María Vásquez con quien la semana anterior había determinado las condiciones laborales de su nuevo trabajo. Le entregó un automóvil marca Playmuth del año 1954, modelo utility, de dos puertas, de color rojo con la capota blanca, tenía el puesto de estacionamiento en el Control San Sebastián que lo integraban seis choferes profesionales con sus respectivos vehículos. El lugar de aparcamiento del Control era la calle Eliseo Álvarez, que se encontraba a los pies de la actual escalinata de acceso al Mercado e Iglesia de San Sebastián y que enlazaba a las calles Bolívar y Bernardo Valdivieso.

Al disfrute de un trago de café recién filtrado, veo en su mirada ese brillo del feliz recordar lo vivido y prosigue con su alocución, el Control cubría las necesidades de movilidad ciudadana de un amplio sector, desde la calle Mercadillo hacia el sur hasta el Cuartel Militar Cabo Minacho en donde acababa la ciudad.

Como en la urbe lojana no existía el servicio telefónico, quien requería la prestación de un taxi recurría a un mensajero, que la mayoría de las veces eran niños de entre diez a doce años que a toda carrera -como en una maratón- iban hasta el Control a llevar el taxi, estos niños irradiaban una inmensa alegría, para muchos de ellos era la primera vez que se embarcaban en un automóvil. El señor Vásquez tenía un pequeño proyector de películas de 16 milímetros y un generador de energía portátiles, aprovechando esta circunstancia cada quince días (los sábados) viajábamos alternadamente a La Toma, Malacatos y Vilcabamba a proyectar las maravillosas e inolvidables películas protagonizadas por actrices y actores inmortales, recordaba Tarzán de los monos con Jhony Weismuller junto a la famosa mona Chita; Robín Hood con Errol Flynn y Olivia de Havilland; El Pirata Negro con Anthony Dester; Lo que el viento se llevó con Thomas Mitchell y Barbara O’Neil, Río Grande con John Wayne y Maureen O’Hara, y El Cisne Negro con Tyrone Power, Mauren O´Hara y Anthony Quinn, films que tenían gran aceptación en los habitantes de las parroquias que visitaban.

Se llevaban a cabo dos funciones: matiné y noche, el boleto de ingreso tenía el valor de un sucre los adultos y cincuenta centavos los niños, las proyecciones se efectuaban en las escuelas por tener espacios cerrados. Don Manuel María se encargaba del proyector y mi padre de poner a punto la pantalla (que consistía en una tela de pelón blanco de 2,5 por 3,0 metros) y del generador; en todas las localidades había una masiva asistencia, la recaudación nunca fue menor a doscientos cincuenta sucres por las dos funciones, para ese entonces cantidad significativa y nada despreciable.

Las funciones terminaban alrededor de las diez de la noche, luego de los aplausos de los asistentes y de ver cierta magia reflejada en sus miradas nos tocaba recoger los tereques (enrollar la tela de la pantalla, poner el rollo de la cinta en sus respectivas cajas metálicas), había que esperar unos minutos a que se enfríen el proyector y el generador, hasta mientras a barrer y limpiar el patio o el aula que sirvieron de sala de proyección, por suerte casi siempre alguien ayudaba. Ya con todas las cosas en la cajuela del automóvil, y una que otra gallina o unos huevos que a veces eran la forma de algunas personas de pagar la entrada o de darnos las gracias por permitirles asistir a tan grande espectáculo y por la maravilla de poder viajar por el mundo como nos lo dijo una bella y pequeña anciana, iniciaba el viaje de retorno a Loja con la satisfacción de haber colaborado en dar un poco de sosiego en el arduo trabajo campesino de la semana y confiado en la bondad del Nuestro Señor y de que su generosidad mañana será más grande.

Ramiro Martínez Espinosa

GACETA Cultural  – Loja

http://www.gacetacultural.ec