Tecnología moderna

DIA PRIMERO:

–No hijo, eso no lo voy a permitir.

–Pero padrecito, eso es lo más conveniente, eso nos deja a todos contentos.

–No, hijo, ya te he dicho que no. Eso no es lo que estoy dispuesto a aceptar.

La discusión comenzó apenas el padre Silverio descendió del barco y puso sus pies en las Islas. Ni siquiera el cansancio de la semana de viaje en el viejo barco de la Armada nacional que hacía el servicio mensual desde el continente hacia las alejadas tierras del Archipiélago, había logrado calmar las furias del padrecito al enterarse de que su sacristán, acólito y hombre de confianza estaba amancebado con una mujer de las islas, otra colona sin pasado, que había recalado en ellas buscando un futuro sin importar el presente; y ahora que tenía bien en frente suyo a Don Carlos, dejó escapar todo lo que su pensamiento y educación religiosa le habían enseñado sobre el bien y el mal.

–No voy a permitir que vivas en pecado. ¡Eso no! Jamás. De una vez por todas te digo que hoy mismo te casas y asunto concluido.

Don Carlos, un hombre nacido con el siglo, había cumplido los 48, no estaba dispuesto a que el bueno del padrecito le imponga una obligación que no quería cargar sobre el resto de su vida. Había llegado a las islas hace algo más de unos cinco años, escapando de guerras lejanas como la que hubo en otro continente y la que hubo en la frontera; pero también de otra clase de guerra, de una personal, de aquellas que desagarran el alma porque los que sufren son los otros por culpa de uno, se había enamorado de dos mujeres y como eso no lo entienden las leyes ni una mujer herida, un juicio de bigamia interpuesto por su primera mujer le obligó a salir corriendo de Guayaquil hasta recalar en las islas donde el brazo uniformado de la justicia no lo alcanzaba. Claro que esta historia no la conocía nadie y él no estaba dispuesto a contársela, mucho menos al Padre Silverio.

Don Carlos no era el único colono al que la justicia le había empujado fuera del continente. Allí en las islas todos sabían, o al menos sospechaban de todos, porque todos venían huyendo de algo o de alguien que quedaba en el continente. Esa era la historia de todos los colonos, de todos los que se habían alejado de un pasado pensando encontrar un futuro pero terminaron agarrándose del presente. Esas tierras en medio del mar significaban precisamente aquello: el presente, pues todos, en un lugar, muy en el fondo de su corazón, anhelaban volver al continente, mientras los días embriagaban esas historias. Con el pasar de los días y los meses, todos, y entre ellos don Carlos, se iban fundiendo con el paisaje hasta perder la memoria y ser apenas una  parte consustancial del Archipiélago.

Años atrás, a los pocos meses de su llegada, don Carlos estuvo presente en la comisión que debía recibir al padrecito que venía a realizar su visita anual al incipiente poblado. Al verle al curita se prendió el foco de su imaginación y empezó a ejecutar un plan que le permitiría no abandonar las islas y tener alguna entrada económica permanente para su vida. Se mostró sumiso y diligente, estuvo en todo momento acompañando al curita y ayudándolo en las misas, en las confesiones, en los bautizos y, lo que era más importante, demostró una honradez a toda prueba al momento de recoger las limosnas; por eso, al despedirse, fue el propio sacerdote el que le propuso el primer acuerdo: desde ese momento él fue el sacristán de la Iglesia de las islas y sus funciones consistían en construir una y otra vez la Iglesia, cada vez que el cielo y el mar desataran sus furias y las tormentas llegaban hasta la cima de la colina donde estaban situadas esas cuatro paredes de hojas y palos amarrados que todos conocían como la Capilla. Guardar el cáliz, el copón y los ornamentos propios para los ritos era otra de las tareas encomendadas; pero lo más importante era que don Carlos convocaba a los fieles, todos los domingos, para que escucharan los sermones que grababa el padrecito en esas cintas de audio de cassettes y que, ordenadamente, a cada domingo un sermón, debía poner en el aparato a pilas que le había encargado: esa función era su tarea más importante pues los fieles no debían olvidar sus obligaciones para con Dios y con el sacerdote. Debían escuchar siempre la voz del párroco hablándoles de la palabra de Dios, y para eso, que mejor que aprovechar la tecnología moderna y semanalmente acudir a la Iglesia y oír el sermón correspondiente. Esa gran idea se le había ocurrido a Don Silverio y le encomendó al  nuevo sacristán.

Claro que cada domingo, a más de madrugar a hacer sonar una vieja matraca por las calles del pueblo, para llamar a misa, Don Carlos debía instalar el equipo y reproducir la cinta para que todos los  fieles humanos y animales escucharan el sermón del padrecito, luego, al finalizar la reunión tenía la obligación y el placer de pararse en la puerta de la ermita con la mano extendida en la que reposaba un plato de metal galvanizado, para que cada uno de los colonos de la isla que asistiera dejara su limosna semanal. En ocasiones, las más frecuentes, los habitantes de esa lejana isla, no tenían dinero para dar de limosna; en esos casos, se acumulaba la deuda hasta que cubriera el valor de algún animalito que pasaba a formar parte de los activos de la Iglesia.

Y puntualmente, cada domingo, Don Carlos apuntaba detalladamente todos los ingresos y egresos de la Iglesia, y lo hacía muy bien. Es que fiel a su sentido de la honradez, él preparaba las cuentas para cuando regresara el padrecito a las islas. Cuando eso sucedía, que era cada seis meses o cada año, según sea la voluntad y la necesidad económica del curita, en la reunión del primer día, el padrecito recibía el sesenta por ciento mientras que don Carlos se sentía feliz con su cuarenta por ciento.

Y así, todos contentos… hasta ese día.

DIA SEGUNDO.

–Pero es que usted no me entiende padrecito– se quejaba Don Carlos. –No

   debo casarme. Las mujeres solo traen problemas y complicaciones.

–Eso debías haberlo pensado antes de llevarla a vivir contigo– Replicaba

   Don Silverio, y proseguía: — No olvides que ya eres un hombre mayor y

   debías usar la cabeza.

–Es que padrecito, en estas cosas no se usa la cabeza, precisamente. Son   

   otras partes del cuerpo las que entran en juego ¿su merce, me entiende?. –

   Intentaba explicar, pícaramente el sacristán.

–Tu no me vas a venir a enseñar esas cosas. Yo tampoco soy un jovencito

   que no sabe nada. El que yo no use esas partes del cuerpo como tu, no

   quiere decir que no sepa de lo que se trata. Sinvergüenza. – Y el curita

   elevaba la voz.

El acuerdo primero había sido satisfactorio para las dos partes. Parecía que todo marchaba como Dios manda. Cada uno cumplía la parte del pacto convenido y las visitas del señor cura se sucedían una y otra vez con una sonrisa de satisfacción. Es que él tenía puestas sus esperanzas en que las limosnas de las islas le darían una buena aposentaduría cuando decidiera retirarse. Lo que recibía allá en el continente le servía para el día a día; tenía bastante, es cierto, pero lo que le producían las Islas era lo que ahorraba para su vejez. El sabía lo duro que era cuando un sacerdote llegaba a esa edad en que las enfermedades se hacen presentes porque el cuerpo ya no da más, sin tener quien cuidara de su vejez. Cuantos sacerdotes se habían muerto como perros sin dueño, solos y desvariando porque nadie les llevaba una cuchara a su boca para mitigar los años. No, al curita no le iba a pasar eso; el tenía bien planificada su vida.

–No padrecito, yo no quiero explicarle nada de esas cosas. Lo que sucede es que eso de casarse trae unas inmensas responsabilidades que, uste, su merce padrecito, no puede ni siquiera imaginarse, porque uste, como no tiene mujer no sabe lo que estas carishinas saben gastar.— Intentaba defenderse don Carlos.

–Eso no me importa. Igual tendrás que gastar lo que ella te pida si sigue viviendo en tu casa sin casarte. Todos saben que es el hombre el que debe mantener a la mujer ya que esa es su obligación ¿o no?– replicó Don Silverio.

–Si, padrecito, pero es que así, arrejuntado no más, ella puede irse cualquier rato y no me va a pedir juicio ni nada de esas cosas. Ha de coger sus petacas y ya.

–Mira, desgraciado, no quieres entender que un sacristán debe ser un dechado de fiel cumplimiento de los diez mandamientos de la Ley de Dios, y servir de ejemplo a los otros colonos de la forma de vida que predica la Iglesia.

Y la discusión seguía mientras los dos hombres caminaban hacia la choza de otro colono que buscaba confesarse, luego a la de doña Eduviges que quería que el padrecito le bendijera a sus animalitos y, más tarde, a la de doña Casimira que quería bautizar a la última camada de chivitos que había parido la Torcaza, y que estaban encerrados en un corralito de madera para que no se escaparan.

DIA TERCERO.

–Está bien, padrecito. Está bien, me caso, pero con una condición: quiero que revisemos nuestro acuerdo —

–¡Qué! ¡Qué quieres qué! Sinvergüenza. Encima que vives en pecado quieres ahora revisar el Acuerdo. ¿Qué te has creído? Que yo soy tu juguete. Y ¿por qué quieres revisarlo? ¿qué tiene que ver nuestro acuerdo con tu matrimonio? No lo entiendo. A ver, explícame.

–Lo que pasa es que si voy a mantener a la flaca de la Leonor, voy a necesitar un poco más de ingresos económicos… dinero, … plata,… o como quiera su mercé, decirle a aquella cosa que sirve para dar de comer, de vestir, para comprar remedios, hacerle otra cama  y todas esas cosas.

–¡Ah! Ya se. Ahora quieres que yo te mantenga o, mejor dicho, que yo mantenga a los dos. Eso si que no. Me oyes: NO.

    

El no de Don Silverio, el curita, fue así con tilde y mayúsculas, rotundo y sin discusión. Eso no lo podía permitir porque todos sus planes se vendrían abajo. Permitir que se modificaran las condiciones del Acuerdo era lo último que se le habría ocurrido y, lo primero que se le ocurrió al sacristán. ¿Qué era lo que había pasado? ¿Por qué, ahora, venía a presionarle de esa manera?

Don Carlos, por su parte, pacientemente, intentaba explicarle que el cuarenta por ciento no le alcanzaba para dar de comer a dos o quien sabe cuántas bocas más. Que el matrimonio significaba dinero y eso era lo que más le faltaba. En las islas no había posibilidades de trabajo. Todos los colonos vivían de lo poco que daba la tierra y de la pesca diaria, pero eso no era suficiente. Todos pasaban hambre y necesidad y él, don Carlos, hombre instruido, hombre leído y viajado, no iba a someterse a aquella terrible iniquidad de no poder dar de comer a su mujer y a los hijos que vendrán. Bueno eso es lo que decía de labios para afuera, porque de labios para dentro, Don Carlos no quería volver a huir. Si se casaba ya no sería solamente bígamo, sería trígamo, y eso sí, palabra de Diosito que no tiene perdón de nadie.

Pacientemente sacó del bolsillo derecho de su raído pantalón una hoja de cuaderno llena de números que había preparado el día anterior, para que el curita entendiera lo que le había llevado a pedir la revisión del acuerdo.

De un manotazo, el sacerdote le arrancó la hoja y la estrujó antes de lanzarla bien lejos. Cosa rara, no la rompió, no la destruyó; la lanzó, con iras, es cierto, pero lo hizo hacia un rincón de eso que todos llamaban capilla.

DIA CUARTO.

La noche anterior, luego de que se fuera despechado y bastante molesto Don Carlos, el sacerdote quedó pensativo. Pensaba en lo difícil que era el encontrar una persona honrada en quien confiar. Lo duro que debía ser pasar en esas islas abandonadas, lo solitario. Si para él, que había escogido esa vida, en ocasiones, la soledad le corroía el alma y soñaba en una compañía. Claro que él tenía vocación y hasta ese momento había logrado vencer al demonio que le tentaba con las curvas pronunciadas de alguna o algunas de sus feligreses. Pero, de cualquier manera, no eran raras las veces en que había tenido que confesarse con el Sr. Obispo de sus malos pensamientos, porque malos era bien malos, aunque le produjeran una comezón en el cuerpo, que para qué también, era una cosa deliciosa.

En fin, tras largos minutos que se hicieron horas, Don Silverio pateó nuevamente el papel que Don Carlos le había querido mostrar. Al verlo por los aires le entró una curiosidad que no pudo aguantársela, y se agachó a recogerla y le estiró lo mejor que pudo. Eran los números que él tan bien conocía. Estaban formados en hileras o columnas del debe y el haber, como sabía hacer el sacristán y que delataban su formación de contador. Allí estaban escritos los ingresos de un hombre solo, y también sus egresos o sus gastos. Si tanto no alcanzaba para uno, tampoco podía alcanzar para dos, esa era la lógica del hombrecito y por eso se oponía a casarse (al menos eso era lo que creía el sacerdote)

De cualquier manera, los números son los números y allí estaban para decir su verdad. Con el cuarenta por ciento de las limosnas y de los ingresos de la Capilla no alcanzaba para mantenerse el sacristán. Algo había que hacer, pero cambiar las reglas del Acuerdo, eso sí que no.

DIA QUINTO.

Conforme la estadía del señor Cura en las islas se acercaba a su fin, la angustia empezaba a crecer en su ánimo. No podía decir que la estadía de ese año fuera un infierno, porque un señor curita no piensa ni vive en el infierno, pero que estaba pasando muy mal, eso era una realidad. Mientras tanto, don Carlos creía tener la solución para el conflicto y de tanto pensar le dolía la cabeza, esperaba que aunque sea en el último día de la estadía del sacerdote éste terminaría aceptando la modificación del contrato, porque si toda esta historia terminaba con sus huesos en la cárcel, pues, al menos quería que fuese por algo, un pedazo de la isla, unos cuantos animales y algo de platita, pues no estaría nada mal.

En los días siguientes, era importante que las limosnas no alcanzaran el nivel de otros días, y por eso decidió no llegar puntualmente a la hora de las misas. Al atrasarse tenía la justificación justa y precisa para recoger al apuro las limosnas y no con la prolijidad con la que solía hacerlo.

En un arranque de desesperación, el pobre señor cura hasta pensó en no volver nunca más a las islas, porque ya no tenía ningún aliciente que le moviera a pasar una semana en el barco desde el continente hasta las islas, otra semana en ellas y una tercera semana en el barco de regreso. Un mes lejos de su parroquia se justificaban por la cantidad reunida durante los seis meses por don Carlos, pero ahora, con las nuevas condiciones que le proponía el sacristán, ya no era tan rentable…

El pito de viejo y destartalado barco de la Armada, amarrado con gruesas sogas a unos pilotes clavados en el mar, anunciaba que estaba próximo el día de su partida.  Hombres y mujeres comprendían que pronto el tedio del paisaje de las islas volvería a estar presente en sus días. Aire, tierra y horizontes azules infinitos, inalcanzables, imposibles de vencer calaban hasta el fondo del ánimo de aquellos seres humanos que, por razones de sobrevivencia, habían llegado hasta sus costas, y los tornaban hoscos, huraños, ensimismados. El único medio de comunicación que tenían con el continente era ese viejo barco de la Armada que, cosa rara, llegaba mensualmente, y sin que falte ningún mes a atracar en el puerto trayendo noticias, víveres, otros colonos, y en ocasiones, un piquete de policías que traían el encargo de llevar al continente a alguno de los colonos porque la Justicia así lo había determinado. Claro que eso era muy de vez en cuando, y cuando eso sucedía, los otros colonos se encargaban de esconder al prófugo hasta que el barco volviera a partir con los uniformados. La bullanguería, los gritos y la alegría, especialmente de los pocos niños que por allí retozaban, anunciaban que el barco estaba cerca. Pero apenas zarpaba el barco volvía la rutina a apoderarse de los colonos y con ella venía la nostalgia y la tristeza.

El resto de los días, entre la partida del barco y su retorno, había que pescar para comer, y el resto del tiempo, casi, casi pasaba del mismo modo que pasaba la arena del reloj, lenta, monótonamente, y siempre igual.

Por eso, Don Carlos tenía tiempo para ser prolijo; claro que también esa cualidad formaba parte de su formación. Allá en el continente, él había sido un contador federado y hasta había enseñado contabilidad en un colegio de la ciudad. Pero, eso ya formaba parte de su pasado, de ese pasado que quería olvidar. Cuantas cosas quisiera olvidar, pero no siempre se puede, solía pensar Don Carlos.

Sin pensar en el pasado, los domingos y días de fiesta de guardia, Don Carlos sabía divertirse. Con cura o sin cura, la costumbre había enseñado a los colonos a asistir, con sus mejores galas, a pasearse hasta la cabaña dedicada a la Iglesia. Allí, Don Carlos leía en la Biblia, el pasaje correspondiente a la fecha y luego, la voz del señor Cura majestuosa y premonitoria, grabada en las cintas de cassette que dejaba en las Islas a cargo de su sacristán sonaba majestuosa.  Todos los colonos soñaban que eso era una Misa, lo único que podían aspirar los colonos era a aquello.

Eso sí, Don Carlos tenía las cintas bien marcadas, para no repetirlas a domingo seguido porque eso hubiera sido motivo suficiente como para que los fieles se sintieran engañados; no, señor, él Don Carlos, el sacristán tenía bien ordenadas las cosas. Cada domingo retiraba una cinta y ponía a funcionar una vieja grabadora que el señor cura le había regalado con la condición de que sirviera para que los fieles de las islas escucharan su santo sermón, y Don Carlos cumplía su palabra empeñada.

Cada visita del señor cura le entregaba a Don Carlos, las grabaciones de los sermones correspondientes a todos los domingos y fiestas de guarda, de los siguientes seis meses.

Luego de la misa, los colonos los dedicaban a brindar por el dios Baco, embotellado en forma de un líquido blanco, transparente que Doña Amelia solía fiarlos. En ocasiones Don Carlos participaba del jolgorio, pero la mayoría de las veces, luego de guardar las cintas y apuntar en su libro de contabilidad, las limosnas recibidas, salía a pasear por las islas porque en el camino solía encontrar a una que otra esposa o hija soltera de los colonos que, mientras tanto, libaban en la cantina del poblado.

Hasta que un día Don Carlos contrajo la enfermedad que suelen contraer todos los hombres, encontró una mujer con quien compartir permanentemente su cama y su comida. Desde entonces, como siempre sucede en estos casos, las necesidades de dinero aumentaron proporcionalmente a la otra boca que alimentar, al cuerpo que vestir, porque como todos saben también hay que vestir al cuerpo que se puede desvestir, comprar la madera para la cama más ancha, para el baúl de la mujer, para un par de sillas donde sentarse a comer; en fin, todas esas cosas que viene junto a una mujer.

DIA SEXTO.

En aquellos días, la sonrisa de Don Carlos aumentaba en sentido inverso a la preocupación de Don Silverio, la locuacidad también. Mientras el curita rumiaba sus pensamientos, el sacristán no vacilaba ni un segundo en dejar escapar su alegría. Parecía que Don Carlos seguiría en su trabajo de la Iglesia, pero sin casarse. Por eso, le sorprendió que ya entrada la tarde, cuando el sol se ponía más caliente y colorado, Don Silverio le llamara para, de una vez por todas, zanjar este asunto.

–Mira, — le dijo el curita— He pensado muy bien lo que te voy a decir y, no quiero que vuelvas a decirme que no.

¡Epa! Pensó don Carlos, parece que el padrecito va a ceder en lo del Acuerdo y ahí si que me friego, porque ya no tendré excusa para no casarme.

–Te casarás y no revisaremos el contrato— expresó, entre solemne y académico, don Silverio. –No me interrumpas— y  esta vez lo dijo enojado el curita,– Tengo la solución para nuestro problema y no quiero que digas ni una sola palabra. Si no puedes mantener a tu mujer con lo que te queda del acuerdo, y si yo no estoy dispuesto a revisar las cláusulas del mismo, entonces vamos a tener que aumentar los ingresos, para que te alcance para mantener a tu nueva familia.

El Padrecito está loco, pensó Don Carlos — ¡Aumentar los ingresos, pero ¿cómo?! preguntó anhelante

–Es muy simple. Es tan simple que no entiendo por qué no se me había ocurrido sino hasta ahora.

A cada frase que pronunciaba el sacerdote, su rostro reflejaba la euforia de un hombre que de pronto se descubría a sí mismo como sabio e inteligente.

–Con la grabadora que ya te he dejado, y que tú la usas para transmitir a los colonos mis sermones, de ahora en adelante, vas a darle otra función. Los colonos, especialmente las colonas, aprovechan mi viaje a estas islas para confesarse, por eso he pensado que debemos hacer lo siguiente: …

DIA SÉPTIMO.

El barco partía a eso de media mañana, por eso había que apresurar la misa y el rito del matrimonio de Don Carlos. Enseguida había que bajar al muelle para que Don Silverio se embarque y pueda viajar al continente.

Esa mañana; mejor dicho, esa madrugada, el novio no tuvo más remedios que contarle al sacerdote su situación. Era bígamo, no podía casarse, aunque quisiera. El Curita le escuchó y aunque sus labios no pronunciaron ninguna palabra, pero por su mente circularon todas aquellas palabras, bien castizas, que hacen sonrojar hasta a un presidiario. Molesto, furioso, enojado, le interrogó sobre todos los detalles de su juicio, del juicio que le esperaba a Don Carlos en el continente si pensaba alguna vez retornar al continente. La conversación dio sus frutos. Don Carlos si podía casarse ya que en ambos casos se había casado en el Registro Civil, pero jamás en una Iglesia, y lo que quería Don Silverio era que su sacristán no viva en pecado para que no sea un mal ejemplo a los colonos. Por eso, saltando de euforia convocó a celebrar el rito del matrimonio a la hora del desayuno, pues debía preparar sus maletas para alcanzar a embarcarse en el viejo navío de la Marina.

Llegado el momento, el Sr cura, ni siquiera escuchó la respuesta de Don Carlos a la tradicional pregunta de que si quería aceptar por esposa a Leonor, la mujer aquí presente, porque enseguida le preguntó a ella.

Ojalá no hubiera preguntado, porque el No que dijo ella retumbó en los oídos del curita hasta cuando llegó al continente. — No, no quiero casarme

— Ese no sonó como grito en voz baja; sonó como sollozo de rebeldía contenida.

“Yo solo quiero tener un techo para que un hombre cubra mi desnudez y nada más. Yo se defenderme sola y no me interesa que nadie lo haga por mi. Así es que ustedes dos, vayanse a la mierda, por querer casarme sin antes habérmelo consultado. Yo también tengo derecho a opinar sobre mi vida ¿o no?”   Y se marchó.