Prisión en el Retén Sur

Autor: Osvaldo Hurtado Larrea| RS 55

¿Tienes diez sucres para la barrida?Me pregunta el caporal del calabozo número dos del Retén Sur. Son las siete de la noche. Una hora antes había sido apresado por agentes de la Seguridad Política por “orden del señor ministro de Gobierno”. En la mañana apareció en los diarios una declaración que hice en nombre del Partido Demócrata Cristiano, en la que criticaba las “medidas económicas” tomadas por el Gobierno y el alza del costo de la vida. Pago el valor solicitado, que me exime realizar las obligatorias tareas de limpieza y me permite disponer de un camastro.


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El calabozo tiene una superficie de 80 metros cuadrados. Una parte del piso es de piedra y la otra de madera, que ha ido reduciéndose con el paso de los años. En una de sus esquinas hay un excusado, un urinario y un grifo de agua con un pequeño estanque lleno de inmundicias. Empotradas en el piso y en las paredes están once literas, pero sólo siete son utilizables pues las otras carecen de tablas que permitan sostener el lecho.

Los presos me miran extrañados y para mi sorpresa no me desvalijan como me habían anunciado. Varios se acercan y me preguntan por la causa de mi prisión y alguien que ha recibido un poco de café en una bolsa plástica me ofrece un sorbo. Otro me da un pedazo de pan. El caporal da las instrucciones que deben cumplir los detenidos y que las oiré repetidamente en mis nueve días de prisión.

-No está por demás advertirles a los nuevos, que deben escupir en el tarro de basura, que el que orine debe botar un tarro de agua y el que cague dos tarros de agua.

Luego ordena a todos sacarse los zapatos y formar una cola para lavarse los pies. Los presos, uno a uno, van pasando por el grifo de agua. Si bien estamos solamente 35 y en cada lecho se acomodan dos o tres personas, el número de literas es insuficiente, por lo que muchos deben dormir en el suelo. Se juntan entre varios para darse calor con sus cuerpos y compartir la cobija que algún afortunado recibió de su familia.

Me recuesto en la litera que me asignan en una esquina del calabozo y me cubro con el poncho que Margarita me hace llegar con uno de los pasadores. No logro conciliar el sueño. La luz de un foco que cuelga del alto techo, el frío, la dura cama de madera, los lloros de los niños en el vecino calabozo de mujeres, el ruido de la puerta de hierro que se abre para que ingresen más presos, los gritos de los borrachos, los insultos pidiéndoles guardar silencio, el denso humo de cigarrillo y el penetrante olor que viene desde el higiénico, no me dejan dormir toda la noche.
A las 5 de la mañana el caporal despierta a los presos golpeando su moquillo de madera contra el hierro de las literas. Todos deben lavarse y mojarse el pelo para no ser injuriados y castigados por los guardias. Enseguida se hace la limpieza del calabozo. El caporal a cada preso le asigna funciones conforme lee su nombre en la lista de “empleados” de la oficina número dos del Retén Sur que lleva en un cuaderno. Hay que barrer el entablado y trapearlo con un cáñamo, recoger los papeles del servicio higiénico y asearlo, botar diez tarros de agua en el urinario y otros diez en el excusado, baldear el piso de piedra y secar el agua que se desparrama.

A las siete de la mañana ingresan los policías y nos ordenan salir para tomar lista. Formamos tres columnas frente a la puerta del calabozo.

Cada preso, cuando es nombrado debe contestar firmes mi cabo y reingresar a la celda. Si bien no cumplo con esta instrucción me siento anonadado. El día siguiente apreciaré el valor de estos cinco minutos, los únicos del día que es posible respirar aire puro y recibir la luz del Sol.

Al Retén Sur son llevadas personas que han cometido alguna infracción o delito y se encuentran en proceso de investigación, por homicidios, asaltos, raterías, tráfico de drogas y otras contravenciones. Hay cinco calabozos, tres de hombres y dos de mujeres.

En los otros calabozos de hombres las condiciones son peores. En ellos el piso es de piedra, no hay más de tres literas utilizables y la situación y características de los presos, hasta cien, es tan precaria que los lleva a desvalijar a toda persona que ingresa y a arrebatar la comida a los pocos que la reciben. Acicateados por el hambre llegan a pelear por los alimentos que se desparraman en el suelo. En uno de ellos estuvo dieciocho días recluido el dirigente socialista Gonzalo Oleas, que murió luego de obtener su libertad.

Según me informan varios detenidos, a los acusados de delitos les someten a dos formas de tortura en una celda del segundo piso. Luego de subirlos a un banquillo con el torso desnudo, los torturadores le junten sus manos detrás de la espalda, protegen sus dedos pulgares con una tela y luego les amarren con los cordones de sus zapatos. Por entre ellos pasan una cuerda que pende de una argolla sujeta en el techo.

De una patada hacen caer el banquillo para que el cuerpo del infeliz queda colgando de la soga que lo sujeta. Entonces los agentes se abrazan de las piernas para aumentar el peso, lo insultan procazmente, lo patean en las pantorrillas y le flagelan la espalda y las nalgas. A veces usan unos “amortiguadores” para que no queden huellas de la paliza que reciben.

Vi a varios presos con sus pulgares inmovilizados, sin sensibilidad y diversas contusiones en el cuerpo y a uno con el hombro y la muñeca dislocados. La crucifixión es la otra forma de tortura. Los pies y las manos del investigado son amarrados en las cuatro esquinas de un somier metálico colocado verticalmente junto a una pared. Allí se lo deja por dos o tres días, sin alimentos, con sus inmundicias desparramadas en los pantalones y los alambres penetrando en su flácido cuerpo. Un compañero de prisión me dice que cuando un man no aguanta el palo y se “va en la primera”, le endosan los casos no esclarecidos.

Como no existe ninguna puerta que separe el excusado del calabozo, las necesidades biológicas deben cumplirse delante de todos. La destrucción de la taza, la suciedad y el temor al contagio de enfermedades, impiden que el ocupante pueda sentarse. Es necesario adoptar las más extrañas posiciones para evitar cualquier roce e impedir que los excrementos se desparramen por el suelo, al arrojarse los baldes de agua. Esta penosa experiencia me obliga a controlar el estómago para ir al retrete únicamente cada dos días. El fin de semana, cuando llegamos a estar 74 personas, no puedo dejar de apreciar el inmenso bien que significa disponer, en este lugar, de agua permanente de la que carecen los barrios más exclusivos de Quito.

Cuando el tercer día puedo recibir un colchón enviado por Margarita, el caporal me invita a ocupar el lugar que en su “departamento” queda libre, al ser trasladado a otro calabozo su parcero. Naturalmente, el “departamento” se encuentra dentro de la celda y está formado por dos literas rodeadas con lonas y bolsas de plástico que les separan de las otras.

En la cabecera de las dos camas, con unas tablas y una caja de cartón, ha formado un velador en el que guarda los artículos que vende a los presos: cigarrillos, fósforos, kaumales, pinol y velas. Fijadas en una pared hay estampas de Jesús del Gran Poder, de la Sagrada Familia, de la Virgen del Quinche y de otras imágenes religiosas. El caporal y los presos les guardan gran veneración. Junto a ellas están siempre dos velas encendidas. Antes de prenderlas se frotan con ellas la frente y el cuerpo y se santiguan varias veces. Rezan en silencio mientras las miran consumirse, devota actitud que la expresan incluso los que tienen largos antecedentes delictivos.

El caporal lleva cincuenta días en prisión. En una comunidad primitiva, como es la que formamos los presos del calabozo número dos, la autoridad sólo puede fundarse en la fuerza. El caporal no ha sido nombrado por la policía ni elegido por los reclusos, pero todos, incluso los guardias, reconocen su autoridad. Su ejercicio impide la anarquía y garantiza un mínimo de orden. Organiza la limpieza dos veces al día; impone ciertas normas mínimas de higiene como el lavado de los pies que elimina una causa del mal olor; impide, hasta donde es posible, que se produzcan desvalijamientos y robos; a puñetazos y golpes de moquillo somete a los que se le enfrentan; organiza horas sociales y cuenta con algunos entretenimientos: naipe, perinola y un rudimentario bingo. En estas tareas es ayudado por su secretario, que se desempeña como la segunda autoridad del calabozo.

El día en que fui recluido me recomendaron tomar algunas precauciones en el uso del servicio higiénico porque existía un menor que se estaba pudriendo con chancro. El muchacho permaneció así algunos días hasta que la fiebre y el dolor de los genitales le impidieron tenerse de pie. Cuando le planteo el problema al caporal me dice que repetidamente ha denunciado el caso a los guardias pero que no se han dado por notificados.

El policía que acude a mi llamado me dice que no cuenta el Retén Sur con un médico y que no tienen una partida para medicinas. Pago el valor de las inyecciones para que el enfermo pueda ser curado. Dos días después se presenta otro caso parecido.

Los residuos del proceso infeccioso acumulados en el pantalón producen un olor nauseabundo que hasta en nuestro inmundo calabozo es identificado. Otros están afectados por el rascabonito, afección cutánea que produce unas excoriaciones en el cuerpo.

El quinto día se me presenta un dolor permanente de la frente. El caporal me dice que el aire contaminado produce este efecto luego de unos días de prisión. El pequeño botiquín que me envía Margarita me permite aliviar algunas dolencias. Con merthiolate desinfecto las heridas de los contusos y los analgésicos vuelven soportables algunos dolores.

Como los nuevos detenidos me ven cumpliendo estas funciones y algunos me dicen doctor creen que soy médico, de manera que me hacen diversas consultas sobre dolencias cuya terapéutica desconoce un abogado.

Yo soy uno los privilegiados presos al que su familia le envía tres comidas diarias. Como en el Retén Sur no se proporciona alimentación a los detenidos, aquellos que no la reciben de sus familiares o no disponen de dinero para comprar café, pan y pinol que vende un negociante, pasan hambre. Existen entonces muchas personas con las que es posible compartir comida.

Como tampoco hay cucharas y platos, los alimentos se reciben en las manos o en pedazos de papel. Una bolsa plástica fue el plato de un detenido en los días que permaneció con nosotros; luego de cada comida la lavaba en el grifo de agua y doblaba cuidadosamente la guardaba en el bolsillo de su pantalón.

A pesar del espíritu solidario que existe en la prisión muchos no prueban un bocado. Frecuentemente el único alimento es un puñado de pinol que reparte el caporal y que no puede ser aumentado para no empeorar el mal olor del calabozo.

La escoba, el kreso y otros artículos de limpieza también deben adquirirse y nuestra escoba con frecuencia los guardias se llevan para limpiar otras dependencias.

Un día corre la noticia de que autoridades y personas importantes visitarán el Retén Sur. Por primera vez veo algún interés en limpiarlo.

A varios presos se les saca para que aseen los pasillos y otras dependencias. Los menores y los contraventores reciben la orden de salir para que se vean pocos detenidos. Pero la anunciada visita no se produce. En la noche retornan los menores, a los que tuvieron todo el día en la Comandancia de Policía.

Cuando el noveno día dos policías me piden acompañarlos y recojo mis pertenencias, la fila que forman mis compañeros de prisión por disposición del caporal, los abrazos de despedida y el Himno Nacional que entonan hacen que mis ojos se llenen de lágrimas. Voy recordándolos cuando un carro patrulla me conduce a un cuartel de policía, mi segunda prisión situado al norte de Quito.

Al comerciante que giró un cheque sin fondos para pagar intereses del diez por ciento mensual por una deuda de 15.000 sucres y que, para obtener su libertad, debe entregar al usurero en garantía: un televisor de veinte pulgadas, una máquina de escribir, un tocadiscos y una letra de cambio por dicho valor.

Al caporal, que al leer la revista Vistazo y revisar las listas de presos descubre que el famoso narcotraficante Carlos Ramírez, conocido por el alias de Ramillete, estuvo una noche preso en el Retén Sur para el día siguiente ser extraditado a los Estados Unidos.

Al ladronzuelo de once años, que con agua oxigenada ha teñido su pelo de rubio, para operar con mayor libertad en una sociedad en que muchos creen que “sólo los longos” son ladrones.

Al cargador de una población de la Costa que no se extraña por las condiciones físicas e higiénicas del calabozo porque, según me dice, es muy pobre y en su casa vive en una situación parecida. A los angustiados estudiantes fumadores de marihuana o vendedores callejeros de droga, que por primera vez son apresados y deberán enfrentan la ira de sus padres y un proceso penal.

Al artesano que rompió la puerta de la habitación que alquilaba y que desesperado por el lugar en que se encuentra, se hiere ambos antebrazos para intentar suicidarse cortándose las venas con una lata que recogió en el servicio higiénico. Al desesperado drogadicto, que en el calabozo elabora un kenke introduciendo en un cigarrillo una pastilla de mejoral molida y restos de telaraña, para luego de varias pitadas emprender un largo viaje hipnótico.

Al vendedor de unos quintales de arroz, que ha sido traído de un lejano pueblo, junto con el comprador y los cargadores, para ser juzgados como especuladores por los Tribunales Especiales de la dictadura militar. A los borrachos que ingresan hablantines, irónicos, agresivos y que avergonzados al día siguiente se esconden en un rincón cubriéndose el rostro con las manos.

Al ebrio que en algún lugar se acostó a dormir en el suelo y que el día siguiente descubrió que un pedazo del pantalón había sido comido por las ratas.

Al militar que con voz tonante ordena: ¡personal formarrrrr! ¡Cien flexiones de pecho marrr! Y que al negarse a barrer el calabozo es bañado por los presos con baldes de agua, pero que consigue salir libre cuatro horas después.

Al enamorado que intercambia cartas de amor con su novia detenida en la celda vecina, que envueltas en una piedra van y vienen a través de una claraboya situada al final de la pared que divide los dos calabozos, a cuya redacción contribuyo.

*Relato escrito para la revista Vistazo y publicado parcialmente en su edición de mayo de 1974. Osvaldo Hurtado fue reducido a prisión en las oficinas de INEDES, centro de estudios en el que trabajaba, y luego encarcelado en la sórdida prisión situada en el sur de Quito conocida como Retén Sur, clausurada por la Junta Militar que sucedió al gobierno del general Guillermo Rodríguez. Permaneció en ella nueve días y luego fue trasladado al Cuartel San Gregorio, donde guardó prisión por ocho días más. Fue puesto en libertad debido a las críticas y protestas de periodistas y medios de comunicación. (N. del Edit.)

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