“Me precipité sobre las bayonetas”

Autor: Dr. Pedro Velasco Espinosa | RS 82


Con elegante sarcasmo, así definía el Dr. Velasco Ibarra su fracasado golpe de Estado del 20 de agosto de 1935. La rudeza del combate con la Cámara del Senado, en franca oposición, no restó el romanticismo del Presidente; a principio de año se rumoreó que estaba enamorado de una bella dama guayaquileña de nombres María Teresa, a quien llamó “una de mis pasiones”, según cuenta su biógrafo Norris; quizá ella suplía la chispa eterna que había encendido Corina Parral cuando se conocieron en Buenos Aires en julio de 1934 durante la gira que hiciera como Presidente Electo.

Velasco Ibarra había obtenido el multitudinario apoyo popular en las elecciones de diciembre de 1933, después que una inédita campaña electoral en la cual fuera el primero en recorrer el País y conquistar a las masas pidiendo “un balcón en cada pueblo”. Su triunfo era “una piedra en el zapato” para el Partido Liberal y se imponía presentarle una tenaz pugna legislativa teniendo como cabeza a un dirigente de la talla de Arroyo del Río, quien presidía el Senado, Cámara.

Impetuoso, afanoso por cumplir su programa de Gobierno, el Presidente, en diciembre de 1934 ya pensó en una dictadura cuyo fracaso le fuera advertido por el afamado médico Franklin Tello Mercado, a la sazón Ministro de Educación, a quien no prestó atención de inmediato; Norris narra así lo sucedido: “Al dejar el Palacio Presidencial, Tello decidió buscar respaldo entre los familiares de Velasco. Su madre, Delia Ibarra, ya estaba dormida. Encontró a Ana María, hermana del Presidente, en el Teatro Sucre, y le convenció que reuniera a la familia para disuadir a Velasco de la dictadura. Dejándola en la casa de Alberto Acosta, su cuñado, Tello fue a descansar. Luego de unas horas inquietas, se levantó a las cuatro de la mañana y fue a la Casa Presidencial. Velasco estaba acostado, su hermana Ana María en un lado de la cama, y su madre, en el otro. El momento en que Tello iba a renovar la discusión, Velasco le cortó: “No diga más. No voy de declarar la dictadura. Usted ha ganado esta vez. ¡Yo he prometido a mi madre que no proclamaré la dictadura! Pero espere hasta el próximo Congreso. Si el Congreso vuelve a darme problemas, declararé la dictadura inmediatamente”.



Y, así sucedió el 20 de agosto siguiente, día en el cual, otra vez su hermana Ana María tendría protagonismo como lo narraré más tarde.

En Conciencia o barbarie, Velasco Ibarra señala el panorama previo al 20 de agosto de 1935: “La prensa, los jueces, los comités políticos, los corresponsales de los periódicos, aun muchos empleados solapados al servicio de las oligarquías, que contaban con la benevolencia de una serie de coroneles, comandantes y capitanes del Ejército, abrumaron al Ejecutivo durante once meses, y la gente honrada, cayó por incomprensión o egoísmo. (…) Desde septiembre de 1934 hasta el 10 de agosto de 1935 no cejó la oposición” (…) “O pactaba no caía. O renunciaba al programa restaurador, según el cual se verificaron las elecciones de 1933, o caía. Preferible la caída”.

Los hechos inmediatamente anteriores al 20 de agosto.

“El Congreso de 1935 -que empezaba sus labores el 10 de agosto- se componía de tres fuerzas –dice el Dr. Velasco Ibarra en la obra la citada-. “La gran mayoría del Senado contaba con elementos triunfantes en las elecciones por obra de pactos políticos inmorales, de acuerdos indecentes y de fraudes. Había entre ellos bolcheviques exaltados, de una procacidad inaudita. Bolcheviques en el nombre y burgueses por su situación real económica. En la Cámara de Diputados había notable mayoría velasquista. Entre los conservadores figuraban hombres tan patriotas como el señor doctor Mariano Suárez Veintimilla y otros”, entre los cuales yo señalo al Lcdo. Luis Alfonso Ortiz Bilbao quien tendrá especial intervención en los acontecimientos.

“Dios le manda Luis Alfonso para que me ayude” fueron las emotivas palabras con las que recibía Ana María Velasco Ibarra al Lcdo. Ortiz Bilbao en la Casa Presidencial, la noche del 19 de octubre; ella y doña Delia Ibarra viuda de Velasco residían en la mansión acompañando a José María.

La angustia de la hermana era igual a la que llevaba al entonces Diputado por Pichincha a visitar al Mandatario, su amigo y del cual era partidario. “Ella había –me lo contó- tratado inútilmente de disuadir a su hermano de proclamarse dictador, que eso era, a fin de cuentas, disolver el Congreso y convoca a una Asamblea Constituyente para octubre”, sigue narrando Ortiz Bilbao. (La Historia que he vivido, de la “Guerra de los cuatro días” a la dictadura de Páez”, 1989.)

“Lávese bien las manos porque es la última vez que puede hacerlo aquí”, (Los textos entre comillas son tomados de la obra ibídem.) escucha a sus espaldas el diputado por Pichincha Ortiz Bilbao de su colega por el Carchi y Vicepresidente de la Cámara Ricardo del Hierro, a lo que aquél le pide explicaciones; “Si no es broma, me dicen que mañana ya no nos van a dejar reunir en el Congreso” le explica Del Hierro. ¡Esto quiere decir, Ricardo, la caída de Velasco! Vaticina Luis Alfonso. Ortiz Bilbao traslada la novedad a dos colegas, ambos de nombres Octavio: Chacón Moscoso y Muñoz Borrero, también los dos cuencanos y aliados al Gobierno. Octavio Chacón inquiere a Luis Alfonso: “¿has pensado en algún recurso con el que se pudiera evitar semejante fracaso”, a lo que replica éste:

“A mi juicio no hay sino uno: obtener del propio doctor Velasco Ibarra que no se lance a semejante aventura, pues sólo a él toca el tomar la resolución definitiva”, afirma rotundo el diputado Ortiz Bilbao. Los tres acuerdan que asunto tan serio debía ser confirmado de boca del Presidente y obtener de éste que desista de clausurar el Parlamento, para cuyo propósito nadie mejor llamado para obtener ser oídos que el amigo cercano, Luis Alfonso.

“En busca del Presidente”, titula el Lcdo. Ortiz Bilbao su narrativa sobre esa crucial jornada: “Deben haber sido las nueve de la noche, más o menos, de ese inolvidable 19 de agosto de 1935, cuando acompañado de mis dos buenos amigos llegué frente a la entrada de la residencia presidencial, en ese entonces una casa particular de propiedad de la familia Guarderas, arrendada al Gobierno, casa que situada en la esquina norte de la intersección de las calles Guayaquil y Mejía. Con mucha cortesía me atendió el Jefe de la Escolta Presidencial que, por casualidad, era el mismo Capitán que a mediodía nos había hecho pasar a Jorge Luna Yepes y a mí a un almuerzo de confianza al que fuimos sorpresivamente invitados por el Presidente.

La reunión fue postergada para horas más tarde en razón de que, como le confiara el Capitán, el Presidente se había “puesto a la mesa muy tarde con algunos invitados”. Regresó ya solo Luis Alfonso. “Ya en la residencia presidencial –continúa narrando Luis Alfonso- se me hizo subir de inmediato a un pequeño gabinete encristalado desde donde se dominaba el corredor sur de la casa, el que conducía al escritorio del Presidente, y por el que comencé a notar que iban y venían diversas personas, las que, probablemente, iban a hablar aparte con él. Una de ellas, que me sabía Diputado, se sorprendió grandemente al verme por allí a esas horas y se acercó a conversar conmigo. Era el doctor Alberto Acosta Soberón, hermano político del doctor Velasco Ibarra y bondadoso amigo de mi padre y mío, a quien no dudé en confiarle el propósito que me llevaba, el cual era nada menos que hacer lo posible y lo imposible por evitar que el Presidente de la República, elegido en plena libertad de elecciones, se convirtiera, mediante un vulgar golpe de Estado, en un dictador más, de los tantos que habían manchado la historia de la Patria, corriendo inclusive el riesgo, que era lo que yo más temía, de fracasar en su intento.

El Diputado Ortiz, después de hablar con el cuñado del Dr. Velasco Ibarra, confió su cometido al Ministro de Obras Públicas, quien en ese momento entraba al recinto, habiéndole éste dicho: “¿Pero, ¿quién ha podido ir donde usted con semejantes cuentos? Si éste era el propósito que usted traía al venir acá, permítame decirle que es un propósito que no tiene fundamento alguno, y que el primer sorprendido con semejante noticia va a ser el Dr. Velasco Ibarra, por lo mismo, me parece preferible que usted no hable con él; le quitaría tiempo inútilmente. (…) Muy probablemente le demostré alguna vacilación -continúa narrando Luis Alfonso- pues redobló sus argumentos para hacerme desistir definitivamente: “Usted estará de acuerdo que, en asunto de tanta importancia como el que le han contado, tenía que discutirse necesariamente en el Consejo de Gabinete. Pues bien, yo le aseguro bajo mi palabra -dice el Ministro Cristóbal Villagómez- que jamás se ha mencionado siquiera la posibilidad de disolver el Congreso y de convocar a nuevas elecciones para instalar una Constituyente. Créame, lo mejor que usted puede hacer es irse a dormir tranquilamente y dejar que el Presidente se vaya también a descansar, pues ha tenido un día sumamente laborioso”.

La patriótica necedad del Lcdo. Ortiz hace que no desfallezca ante las rotundas y aparentemente tranquilizadoras palabras del Ministro. Aquí es cuando aparece, como por encantamiento, la hermana menor de José María, y así lo cuenta Luis Alfonso:

“En este preciso instante entró al gabinete en que nos hallábamos la hermana del Presidente de la República, Ana María Velasco Ibarra, mi queridísima y respetada amiga desde más de diez años atrás, desde la fundáramos la Asociación Católica de la Juventud Ecuatoriana, en cuya Sección Femenina se destacó de inmediato como una de sus dirigentes más capaces y autorizadas, por su gran inteligencia, su amplísima cultura y su voluntad de acero. Informada rápidamente por mí, en un breve aparte, del objeto de mi visita, la vi emocionarse hasta las lágrimas al contestarme: “¡Dios le manda, Luis Alfonso, para que me ayude! ¡Yo misma le llevaré donde mi hermano, apenas esté libre!”.

Ni Dios, ni Ana María, ni Luis Alfonso Ortiz Bilbao pudieron cambiar la voluntad de José María Velasco Ibarra.

El día de las bayonetas.
El día mismo en el que el Presidente “se precipitó sobre las bayonetas” es narrado por él, luego de reseñar la intentona de la mayoría de la Cámara del Senado y las seguridades de lealtad que le expresara el Ministro de Defensa respecto del Ejército: “Decidí, entonces, jugar el todo por el todo, y ver si triunfaba el pueblo en sus anhelos de trabajo, renovación y paz. El 20 de agosto de 1935 se publicó el decreto por el cual se declaraba que, habiendo el Senado hecho imposible el funcionamiento normal del Poder Legislativo, se convocaba para el 12 de octubre, es decir, para antes de dos meses, a la Asamblea Constituyente llamada a dictar una nueva Constitución. Las primeras noticias del decreto fueron acogidas con entusiasmo por las multitudes y por las gentes de orden. Pero la oficialidad de Quito se erigió en supremo tribunal político para decidir lo constitucional y lo anticonstitucional”.

No lo dice el Dr. Velasco Ibarra, pero la prensa informó que el momento mismo en que se leyó el bando con la convocatoria, el piquete de soldados ante los cuales se lo leía, con su comandante a la cabeza, gritaron “abajo la dictadura, viva la Constitución”.

“Visité con el señor Ministro de Guerra -continúa narrando el Dr. Velasco Ibarra en “Conciencia y barbarie”- y los edecanes (arquetipos de caballeros), los batallones. En el batallón “Carchi” y en el escuadrón “Yaguachi” se me escuchó sin manifestación alguna en pro o en contra. En el batallón “Imbabura” se me recibió con gritos de “¡Viva la Constitución!”. Avancé hacia la tropa que estaba formada y hablé explicando el porqué del decreto. Cuando terminé, reinó silencio completo. El jefe del batallón, hombre sin ilustración ni importancia, se permitió objetar mi exposición. Le repliqué; el jefe calló. Al salir, recibí los honores reglamentarios. El señor Ministro de Defensa no pronunció una sola palabra. Cosa rara, en verdad. Los oficiales de Quito se rebelaron contra mí en nombre de la Constitución y en el mismo momento que se declaraban defensores de ella, la violaron”.

Sólo el Congreso podía juzgar mi conducta y destituirme. ¿Con qué derecho me pidieron la renuncia los comandantes, capitanes y tenientes de la guarnición de Quito? No renuncié ante los militares el cargo que me había conferido el pueblo ecuatoriano que con su trabajo sostiene el Ejército”.

Al terminar su narrativa sobre los hechos, el Dr. Velasco Ibarra apunta: “Al otro día –el 21 de agosto- entre las diez de la mañana, Pons –se refiere el Dr. Antonio Pons que fuera su Ministro de Gobierno hasta el día anterior- se presentó en la Artillería “Calderón” y me dijo más o menos: “Su situación es irremediable. Ya ve usted cumplido lo que tanto le había dicho. Usted creía tener mucha popularidad. Todo está muy cambiado. Las gentes gritan contra usted”. Le repuse: “¿Es cierto que el pueblo de Quito está contra mí?”. “Sí”, me dijo: “hay que ir a las calles centrales para ver cómo está la situación”. Entonces, sin objetar nada, escribí una renuncia concisa y se la entregué. Preferible renunciar.

El 21 de agosto, el Dr. Antonio Pons Campuzano asumía como Encargado del Poder Ejecutivo y el 26 de septiembre, el mismo Ejército que deponía a Velasco Ibarra en “defensa” de la Constitución, la vulneraba flagrantemente designando como Jefe Supremo al Ing. Federico Páez Chiriboga.

“Pudiera ser que algún día, gente sería, a la luz de la Filosofía y de la Psicología, estudiara el momento político que me tocó presidir. No deseo que lo estudie ningún “ratón de archivo”. Anhelo que lo enfoque un hombre imparcial y capaz de comprender el conjunto de las complicadas y sinuosas tendencias humanas. Encontrará mucho que censurar y mucho que aplaudir”, pide el Dr. Velasco Ibarra en “Conciencia y barbarie”.

El veredicto popular, único juez de la Historia, le fue amplia y contundentemente favorable: lo llevó al Poder por cuatro ocasiones más, y lo condujo en hombros y entre sollozos hasta su tumba para que entrara en la inmortalidad.