Las memorias de un provinciano

En los 64 de la centuria anterior, cumplidos los diecisiete años, un tímido y confiado provinciano, sobreprotegido de mamá; deportista amateur de disciplinas múltiples: básquet, natación, tenis, ping pon y montañismo; aventurero profesional, fumador entusiasta (a más de por moda quizá también por la influencia de la diva española Sara Montiel que en su recién estrenado “El último cuplé” con su seductora voz insinuaba que “…fumar es un placer, genial, sensual…”; y, con un logro académico: bachiller de la república.

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Y así a primeras horas de la mañana de un día de septiembre de aquel año, tenía el privilegio de estar en Quito, pero esta vez, para quedarme en la ciudad como un afortunado estudiante universitario.

Estaba presto para un peregrinaje al encuentro, a más de con el Quito mágico, con una institución de educación superior que me diera enseñanza y formación profesional. Y, claro, pronto había de suceder el encuentro memorable: la Universidad Central.

De inicio, para mí, su intangible esencia se materializaba en la ciudadela universitaria: Era como una gema engastada en la pendiente suave de las laderas bajas del volcán Pichincha, circundada por la vegetación diversa y densa de un bosque seco montano bajo, jalonada con unas pocas y magníficas edificaciones dispuestas armónicamente en su inclinado espacio, interconectadas por sinuosos senderos de piedra laja y artísticos jardines con piletas y surtidores de agua.

El diseño del nuevo campus había sido encargado al arquitecto uruguayo Gilberto Gatto Sobral. En su ejecución a lo largo de tres lustros, el plan se había ido plasmando en su territorio en obras de alto valor simbólico y técnico como el edificio de la Administración Central (1947-1949); las facultades de Jurisprudencia (1948-1950) y Economía (1955); y la Residencia Universitaria (1958) en calidad de una joya de la corona.

En el ámbito urbano, en tanto, para la celebración de la XI Conferencia Interamericana de Cancilleres en 1959, con el apoyo del gobierno central, se había enriquecido a la ciudad con edificios sede de los Palacios Legislativo y de Justicia; con el aeropuerto Mariscal Sucre y el Hotel Quito; eran nuevos activos patrimoniales que a la vez que transformaban su fisonomía parroquial y franciscana la proyectaban hacia la modernidad.

En mí periplo, la Providencia generosa me proveía un cupo para estudiar en la Universidad Central en la Facultad de Ingeniería Agronómica y Medicina Veterinaria. Y, como si no fuera suficiente tal fortuna, aún más, acceso a la Residencia Universitaria, en virtud de que buenos amigos del nativo lar provincial, que, en su búsqueda, igual a la mía, la habían encontrado y moraban ya en ella como en un edén; y, me indicaron cómo gestionar la admisión a ella.

EN LA RESIDENCIA UNIVERSITARIA DE CLASE MUNDIAL
La Residencia Universitaria, esbelta, elástica, majestuosa como una balletista que desafía las leyes de la gravedad, consta de dos bloques. Uno de seis plantas que se sustentan en una primera planta libre asentada sobre columnas de hormigón armado en forma de V, ubicadas alternadamente. Y otro de dos, que se desprende perpendicularmente de la estructura principal con orientación al este.

El bloque de seis plantas estaba destinado a vivienda. Tenía capacidad para albergar 380 personas, en un sistema de habitaciones dobles con un closet compartido y una zona de estudio con escritorio y pizarrón; y un módulo de baño con ingreso independiente para cada dos habitaciones provisto de ducha, inodoro y dos lavamanos.

En el bloque de dos plantas, la primera estaba destinada para comedor, y a más constituía un magnífico mirador para apreciar el esplendor de la ciudad contrastada en su cielo de color azul chagra ─según la percepción del abuelo de Marco Antonio Rodríguez─; y en la baja y el subsuelo, se ofrecía servicios de cafetería y entretenimiento para cuyo fin contaba con mesas para ping pon, billar y billa, y para juegos con naipe.

Al integrarme a la residencia se me asignó la habitación 49 del cuarto piso, en el pabellón sur, para compartirla con el Picapiedra Acosta. Cuando terminó su carrera y debía hacer pasantías en un proyecto minero en el desértico y ardiente valle del Patía, en Colombia sacó de su ordenado guardarropa un capote verde oliva que su hermano Raúl, general del ejército, le había obsequiado, me lo puso, lo acomodó, sonrió… y me dijo “pareces Land rover”. Y nos dimos un abrazo.

Luego a mediados del 66, pasé a la habitación 41, en el pabellón norte, a compartirla con el Diablo Flores, amigo y compañero en quinto curso de colegio; y ahora también coincidíamos como compañeros de curso en la facultad. Salir al centro con él era para morirse de la risa cuando hierático presentaba honores militares ante los choferes de librea de alguna limusina que circulaba por las calles del centro exhibiendo la prosapia de algún político, aristócrata o diplomático.

Y a fines de los 67 el Chueco Pabón, amigo y compañero de escuela y colegio, que ocupaba la habitación 58, me indicó que su compañero dejaba la residencia y quedaba vacante su lugar; hice la gestión que correspondía; y ascendí al quinto piso. Con él compartíamos cosas como el radio high fidelity, de Girón: un equipo de marca, engastado en una caja de resonancia de madera –en que se escuchaba espectacularmente la programación del Manco Jácome en radio Cordillera o la conducida por los millennials ibarreños Pepe Rosenfeld y Gabriel Espinosa de los Monteros en radio Musical.

CRISOL DE CULTURAS
La residencia era un crisol de culturas: sus habitantes provenían de distintas regiones geográficas, naciones y condiciones sociales, económicas, culturales o religiosas; representaba una unidad de la diversidad; una dialéctica de contrarios. Y en ese mosaico –que no llegaba a Babel– cohabitaban personajes como, Artemidoro Cevallos (presidente de la FEUE por dos períodos) y Coquín Alvarado, de ideología trotskista, con Fausto Molina o Antonio Mortensen, fundadores de la Democracia Cristiana; Sangre Negra y su compañera Tania, nativos de la vecina Colombia y militantes de sus fuerzas insurgentes; “Cabezaebuzo” Ángel Cazar Marín, venezolano¬, y su Tocayo Ángel Cazar Segovia, fluminense; Compai Gómez, también venezolano, de la habitación 43 que la compartía con el Mono Gordón, dormía con la ventana abierta de par en par, para recibir el prana del inmanente cosmos y las energías de las deidades del bosque de enfrente, cobijado con una sábana, con anuencia de su paciente compañero.

El ingreso a la residencia también significó vincularme con su entorno físico-socio-cultural: la señorial La Gasca. Era un barrio habitado por familias “clase media y un poquito más”; en días de labor, a primeras horas de la mañana y luego del mediodía, lo engalanaban bellas jovencitas que asistían con uniforme a sus planteles educativos; los domingos en la iglesia de Pamba Chupa se ofrecía oficios religiosos a los que de vez en cuando asistía más que nada esperando hallar una hada encantada; el sector suroccidental, en torno a la Fernández de Recalde, por la vegetación natural del área circundante y sus calzadas de tierra constituía un escenario ideal para pasear al menos después del almuerzo antes de la siesta y para mí frecuentemente en la semana para leer y tratar de entender (y memorizar) los farragosos textos de botánica, entomología, fitopatología…

FUNCIONAMIENTO DE LA RESIDENCIA
El funcionamiento eficiente, eficaz y efectivo de la residencia tenía tras de sí unos pocos artífices: don Lucho Paredes, un hombre cabal, diligente, de ojos claros intensos y sonrisa ancha, con su bonhomía nos tenía sábanas limpias cada 10 días y agua caliente a diario desde las 06:00. El señor Uchuari, acompañado por un equipo de seis auxiliares y ayudantes, atendía la preparación de alimentos y el servicio de comedor, y disponíamos tres veces al día de una dieta de gran sabor y alta calidad nutricional; y su hijo Rubén, inspector, una persona meticulosa, estricta, humana para entender los problemas que vivía el estudiante, por lo general económicas de retraso en los pagos de su obligación mensual.

Disponíamos del servicio de transporte estudiantil. El bus era un Ford de inicios de los 50, con una carrocería del tiempo de la chispa –era una joya del ingenio humano: estructura de doble pared como air bag, con postigos de ventanas de madera y vidrio, cuya localización y utilización requería todo un curso…– hacía su recorrido a mediodía y media tarde; partía de la meseta de la residencia y se adentraba por el centro y la 24, hasta la Loja y retornaba. En tiempo de carnaval se transformaba en un kamikaze cargado de bombas “con agua”, que se deslizaba a eso de las 13:20 por el centro histórico, lanzando los “proyectiles” desde las ventanas del bus, sembrando el pánico entre el colectivo de jovencitas del Fernández Madrid, policías de tránsito en las esquinas o agraciadas mujeres que en su paseo por el centro exhibían sus mejores atuendos y con aire distinguido la toca (peinado alto de moda); y más de un carnavalero enfebrecido con el influjo incontenible de alguna divinidad de la pagana festividad apeándose del bus, anidaba la bomba en el peinado, deshaciéndolo –algunos de esos actores tienen ahora alta prestancia en la academia, la política o en la orientación de la opinión pública (nombres, nombres me dirán como nuestro Mario Moreno Cantinflas decía en el Padrecito), que seguramente ahora se horrorizarían de aquella gloriosa gesta.

NO SOLO DE FÚTBOL VIVE EL ESTUDIANTE
El cine era mi entretenimiento principal. Y acudía especialmente a tres teatros. El Bolívar, semanalmente, estrenaba las producciones hollywoodenses: de la Metro Goldwyng Mayer y de la Warner Bross, con temas de la conquista del Oeste o edulcoradas historias rosa, y musicales de las luminarias del variety como Fred Astaire, Debbie Reynolds, Gene Kelly; y ocasionalmente filmes bíblicos espectaculares como Ben-Hur, Los diez mandamiento, el Manto Sagrado… o musicales como West Side Story, La novicia rebelde…

El Universitario presentaba producciones de mayor jerarquía sea por su contenido político o social y su carácter polémico, como el Último Tango en París, y La Luna, de Bernardo Bertolucci; los Decameron de Giovani Boccaccio dirigidos por Pier Paolo Pasolini; el Gato Pardo de Luchino Visconti… Y el Hollywood pasaba perlas eróticas como La bahía del deseo de Max Pécas o Dios creó a la mujer de Roger Vadim y filmes europeos del sello Cofram o espectáculos como Luces de Buenos Aires, un musical topless, que sorprendió y desveló a más de una ama de casa de la conservadora sociedad quiteña.

EL VIAJE QUE CAMBIÓ MI VIDA
Un acontecimiento especial fue participar en el campamento universitario del 69 en el cantón Tena de la provincia de Napo. Significó dejar un par de semanas mi zona de confort y vida cotidiana citadina para adentrarme en el Ecuador profundo a participar en la vida de una comunidad Kichwa a orillas del río Upano. Y una madrugada de un día de julio, (refundido en el recio y confortable capote que me obsequió el Pica), con el Chueco Pabón nos embarcamos en el bus de la facultad y nos adentramos a la zona. Su equipamiento social era una escuela unidocente construida con materiales del medio; y una pequeña construcción al aire libre techada de paja toquilla destinada para acampar y preparar alimentos, equipada con bancas de madera a su alrededor, y un fogón; adecuamos la escuela, dispusimos los equipajes y los colchones en el piso y pernoctamos a su abrigo.

El equipo extensionista era un grupo multidisciplinario de estudiantes de agronomía, medicina y arquitectura, que tenía que cumplir la actividades y tareas programadas, encaminadas a la educación, comunicación, transferencia e intercambio de conocimientos con los comuneros y en lo cotidiano a la preparación de alimentos para la subsistencia; y ante la carencia de equipamiento de la comunidad se incrementaron con una de albañilería: ampliar la escuela; el gobierno local había destinado para tal fin una estructura metálica, láminas de zinc para la cubierta; bloque y cemento.

Fue un momento dorado luminoso que evoco y trae a mi memoria el retorno a la ciudad y a su rutina cotidiana pero en otros niveles de conciencia derivados de una praxis que estaba marcada en mis manos pequeño burguesas ─diestras en manipular libros de texto y en la práctica del básquet, el ping pon y el remo en las canoas del Capi en la Alameda, y en las horas de ocio con el póker, la baraja o el billar─ laceradas por la arcilla, el cemento y el traslado de bloques; vislumbrando lo que sentía y hacía en su actividad laboral el obrero de la construcción. Significó para mí una de las experiencias educativas más significativas de la carrera.

En fin: moré un lustro en una residencia 6 estrellas, estudié, disfruté, hice amigos memorables y entrañables y en el ínterin –como una crisálida– fui profundamente transmutando en humanidad y en esencia.

Y estaba listo para proseguir la búsqueda de mi Ser.

MIGUEL CAMACHO