LA SANTA INQUISICIÓN

No imaginaba siquiera que visitaría Lima. En ese viaje, mi destino final era otra capital de América del Sur, pero una falla mecánica en el avión retrasó la salida del vuelo y al borde de la noche la compañía de aviación se hizo cargo de nosotros, llevándonos desde el aeropuerto “Jorge Chávez” hasta el hotel donde, según el anuncio oficial, permaneceríamos hasta el día siguiente, pero en realidad fue hasta “nuevo aviso”.

Así que, a la mañana siguiente, aprovisionado de paciencia, salí del hotel sin rumbo cierto, apenas deseando dejarme llevar por la curiosidad de conocer la hermosa Lima. Por supuesto que el centro de la ciudad y sus edificaciones de la época colonial, sus callejuelas y balcones,consumieron la mayoría de mi tiempo. Solitario, perdido entre la multitud disfruté de la ciudad. Realmente era bella, de una belleza única y radiante. El sol se escondía entre la neblina, pero su luz era un marco sorprendente para resaltar cada esquina, cada casa, cada detalle.

Tras las rejas del parque se adivinaba, más que se veía, el Palacio de Pizarro, lugar de residencia del Gobierno. Más allá, la hermosa plaza San Martín enmarcada por edificios de los primeros años de la república. Saliendo un poco del centro, sus amplias avenidas no marcaban el fin de un estilo o de un barrio, sino que apenas eran arterias que permitían un mejor flujo de caminantes y vehículos. Por allí, sin adivinar el cómo, me encontré frente a la gran Iglesia de San Francisco, nombre con el cual, allí, al igual que en resto de América Latina, señala la presencia de la comunidad de Padres Franciscanos, los hijos del hijo de Asís.

Templo magnífico, enorme, dividido en 3 naves y cuyo techo abovedado se sustenta en enormes pilares. El silencio sobrecogedor se rompe con la riqueza del arte que guardan sus paredes y altares. Me demoraba deleitándome con cada detalle. A cada paso encontraba algún motivo de curiosidad y admiración. Tenía tiempo y no quería perder mi capacidad de asombro ante tanta belleza. Un cartel junto a una puerta lateral vino a romper el encanto. Se anunciaba la posibilidad de ingresar a las catacumbas. No dudé ni un solo instante. Compré mi boleto de entrada y empecé a bajar las gradas que conducían a unos estrechos y oscuros socavones.

Las luces eléctricas, no muy fuertes, daban al ambiente su toque de modernidad. Pero la inmensa cantidad de osarios apilados a uno y otro lado de los callejones mostraban la antigüedad de las cuevas. Cuando la cantidad de esqueletos empezaba a abrumarme, una flecha pintada en un cartel de avisos vino a sacarme de mi estado de ánimo. Era un anuncio a los turistas y visitantes de que ese día estaba abierto a la curiosidad pública el museo de la Inquisición, y claro, como era de suponerse, compré mi boleto y por allí mismo, sin salir de esas cuevas y grutas, ingresé al pasado.

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Claro que no era un pasado muy lejano, pues la Santa Inquisición vino a América con los frailes y monjes que acompañaron a los conquistadores y se quedaron junto a los españoles, criollos y mestizos que poblaron los días y las noches de la Colonia. Pero, el primer impacto que me llevé del museo fue de horror y espanto al comprobar cuán profunda puede ser el alma humana, cuando movida por una fe ciega puede transformar sus creencias en un violento fanatismo.

Los responsables del museo habían tenido el acierto de fabricar unos muñecos de tamaño natural que ocupaban los sitios de los torturadores y de sus víctimas, y el resultado era espeluznante. A un lado del estrecho corredor se levantaban las hornacinas donde siglos antes los emparedados vivos habían rasguñado los muros y paredes que los cubrían en su condena a muerte. Por allá un potro mecánico descuartizaba violentamente los miembros de otro condenado. Mas allá, los latigazos del verdugo herían el aire y hacían saltar la sangre contenida en las espaldas de los presos. Por acá otro artefacto mecánico comprimía la cabeza de otro desgraciado que había caído en manos de la Santa Inquisición.

Allí estaban presentes, como en los viejos tiempos: el aceite hirviendo, los brazos mecánicos que arrancaban las uñas, y tantas otras herramientas que el ingenio humano había puesto al servicio de la tortura y la violencia disfrazada de fe y de religiosidad. Mi cuerpo no existía, parecía que mi yo estaba concentrado en mi mente que no lograba comprender las ideas y sentimientos de aquellos que, diciéndose cristianos, atentaban despiadadamente contra todos los mandamientos de Dios. La mentira, la envidia, la ambición de quedarse con la riqueza de los presos, el asesinato, la tortura, la violencia, el afán de demostrar que se poseía la fuerza del Poder y el poder de la Fuerza. El vejamen y el sometimiento a que es sometido el más débil. Todo, todo, estaba concentrado allí.

Cuando salí de allí y pude dejarme invadir por las luces de la ciudad, pensé en lo dichosos que éramos quienes habíamos nacido en el siglo XX; pero pronto recordé que este era el siglo de las dos guerras mundiales, del holocausto, de los gulag o “campos de trabajo”, de los paredones, de los yidhaines, de los campos de concentración, de las cárceles de “inteligencia”, de las guerras calientes y frías, de las masacres, de los carnívoros políticos, así como de otras formas de violencia como las migraciones forzadas, de los asesinatos del narcotráfico, de las purgas políticas.

La estupidez humana no tiene tiempo ni lugar.

Fausto Jaramillo Y.