El nanosegundo

En la mañana de aquel día, la ciudad era la misma, pero lucía diferente. Salí temprano de mi casa, ubicada cerca de la mitad del mundo para dirigirme a cumplir una diligencia previa a una reunión familiar en el hogar de uno de mis hijos. Sabía que ese día el tráfico no sería igual a otros días y por ello mi hijo me envió un taxi de aquella empresa que no posee ni un solo vehículo y sus unidades no están pintadas con el color amarillo propio de este servicio; yo apenas había escuchado su nombre: Uber.

ESA MOLESTOSA VOZ

Apenas ingresé al vehículo, cuando una voz femenina sugería al conductor que siguiera derecho hasta llegar al redondel de la plaza Egipto, al pie del mall El Condado y de ahí girar a la izquierda para tomar la avenida Diego de Vásquez.

¡Chuta! que sapiencia de la señorita; seguramente ella debía estar en algún helicóptero reportando el tráfico de la ciudad, pero como no oía el motor de esa aeronave, saqué la cabeza por la ventana del automóvil para escudriñar el cielo: no encontré ninguna. Intrigado le pregunté al conductor y él, entre asombrado y jocoso, me dijo que era una aplicación satelital y que, por lo tanto, podía mirar el tráfico de la ciudad y ayudar a sus usuarios a dirigirse por rutas o calles más adecuadas.

¡Oh, que maravillosa! es la tecnología cuando se pone al servicio del ser humano, fue mi primer pensamiento, pero luego la idea de ser visto desde el espacio me aterrorizó. Es que, si puede dirigir el tránsito a kilómetros de distancia, desde el espacio sideral, no es aventurado pensar que también los La voz volvió a sonar: en tal calle gire a la izquierda y diríjase a tal avenida. Lo que la voz y yo habíamos olvidado es que todo 31 de diciembre el normalmente caótico tráfico de Quito, de un momento a otro, se torna endemoniado e insoportable. Si no hubiese sido por aquella voz de mujer que me empezaba a cansar, el viaje habría sido de lo más placentero. Así que le solicité al conductor del taxi que apagara dicha aplicación.

LA PRESENCIA DE LAS VIUDAS

Tras unos instantes, aunque sin mirarme, me preguntó por dónde quería yo que viajáramos, ya que las rutas “normales” estaban atascadas por la presencia de las “viudas”, que ese día pululan por la ciudad en busca de “una caridadcita, por el amor de Dios”.

En las ocho avenidas que intentan, infructuosamente, atravesar los 60 kilómetros que conforman el Distrito Metropolitano de Quito, desde Parcayacu al norte, hasta Santa Rosa de Cutuglagua al sur, de esta alargada ciudad, cual chorizo de payaso, tal vez, y solo tal vez, el único cambio perceptible era el aumento de automotores que por allí circulaban; en cambio, mientras que en las callejuelas que bajan desde la faldas del Pichincha al occidente y van a despeñarse en el oriente citadino, aparecían como por encanto los muñecos hechos de tela y rellenados de papel, viruta, o cualquier otro material inflamable, de todos los tamaños: diminutos, pequeños, medianos y grandes, amarrados a postes o a falsas tarimas o altares, que esa noche serían sacrificados en la pira de la venganza y del olvido.

Todo eso me explicaba el chofer – sociólogo mientras intentaba escabullirse de los años viejos y las viudas, tomando rutas impensadas por las que suponía sería más fácil transitar. Luego su conversación tomó un nuevo giro y empezó a explicarme que, semanas atrás, había empezado la parafernalia en las veredas de las principales avenidas y en los parques y mercados, lugares donde los vendedores ambulantes se ingeniaban para vender los monigotes a precios al alcance de todo bolsillo.

LOS AÑOS VIEJOS

Quise aportar un grano de arena a tan útil y sesuda conversación, por eso manifesté mi sincera admiración a las hábiles manos de los artesanos quiteños que construían los moldes de las caretas para luego fabricarlas en serie.

Dije que me admiraba también el que pudieran saber, con anticipación, las preferencias de los compradores, intentando reproducir, al menor detalle, los rasgos faciales de aquellos personajes de la política, del deporte, de las artes, o simplemente del común caminante de la ciudad, que ese fin de año serían quemados en señal de su enojo o admiración.

A partir de ese momento asistí a una verdadera lección de sociología urbana: el chofer-sociólogo, o sociólogo-chofer, como quiera llamarle, me dijo que había almacenes y kioscos especializados que, por arte de magia, aparecen en esta temporada para ofrecer todo lo necesario para el rito del 31: caretas de cartón, redes de nylon y hasta lentejuelas y fantasías, junto con cremas y pinturas para transformar los colores de la piel y esconder las señas particulares de los rostros de quienes se disfrazarían de viuda.
En esos mismos momentos, en las calles de la ciudad, frente a los “años viejos”, es decir, unos rústicos altares donde es posible mirar a un muñeco de trapo o de papel, representando a personajes o eventos del año, las “viudas” de toda edad, pero eso sí, todos del sexo masculino, se plantaban frente a cualquier vehículo para obligarlo a parar y, entonces, muy coquetas, contoneando sus caderas, mostrando sus musculosas piernas enfundadas en medias nylon y, casi sin poder caminar debido a los zapatos de tacón, a los que, por obvias razones no estaban acostumbrados, se acercaban a la ventana del conductor para pedirle o exigirle la “caridad” para la pobre viuda que, esa noche, exactamente a las 12h00, perdería a su “marido” o simplemente su “amorcito”, quién sería víctima del sacrificio ritual de quemar al año viejo.

Mi nuevo amigo no perdió tiempo en explicarme: — “Como todas las sociedades, la de Ecuador, a lo largo de su existencia, ha creado, un calendario de festividades anuales, en las que el pueblo da rienda suelta a la fiesta, a la alegría y la jarana y en las que deja escapar sus emociones, amores, odios, envidias, solidaridades, frustraciones y hasta sus más íntimos secretos.
Y siguió—“Por supuesto, hay fiestas que vienen de pueblos lejanos y de tiempos aún más lejanos.
Algunas llegaron con los españoles, otras estuvieron en estas tierras incluso antes de la llegada de los incas y de los europeos; las hay que pueden ser calificadas como paganas, de los tiempos anteriores a Cristo, otras son propias de los pueblos que adoraban y adoran a la tierra y a la naturaleza y hay un tercer grupo de fiestas y son aquellas que la Iglesia, con el afán de catequizar a los habitantes de esta geografía, se apropió para ponerles nombre y contenidos.

Cada una de ellas es el escenario adecuado para que hombres y mujeres de toda edad y condición social y económica, con el consentimiento general, no vacilen en olvidar las normas de Carreño, sobrepasen los límites sociales, ofendan las costumbres y hagan trizas las caretas con las que cotidianamente nos paseamos por la vida”.

¿CUÁNDO COMENZÓ ESTA TRADICIÓN?

–Y, ¿cuándo se inició la quema de los años viejos?—le pregunté, a lo que me respondió –“El fin de año es una de esas fiestas difíciles de clasificar porque no pertenece al calendario gregoriano, tampoco al calendario lunar que rige las siembras y las cosechas; no consta que los barbudos conquistadores la hayan festejado; entonces solo resta pensar que se instaló en el imaginario popular como solo las cosas del pueblo lo hacen, del rumor, de las ganas de festejar, de bailar, de reír y hasta de llorar”.–

Mi profesor siguió con su conferencia: “El rito, en sí mismo, empieza cuando los asistentes a las reuniones del barrio exponen su intención de quemar tal vez al presidente de la república, o a tal o cual líder político; quizás a tal jugador de fútbol que marró un tiro penal y provocó furias y llantos a los fanáticos de aquella camiseta; quizás a tal dirigente que hoy está preso por no haber tenido el cuidado necesario para esconder su delito y la justicia de otro país o del propio, encontró evidencias suficientes como para condenarlo; aquel otro propone quemarlo al dirigente del barrio que trabajó hasta conseguir del municipio que la luz eléctrica llegue hasta la calle donde está ubicada su casa, olvidándose de que el barrio lo componen otras calles y otras casas; nadie se salva, ni siquiera el cura de la iglesia al que se le encontró besando a la Maruja; también se permite quemar a situaciones, eventos, o simplemente al año porque trajo algunos problemas
Hasta que llega la hora del rito festivo. Tras montar el altar, los sacerdotes o shamanes del pagano juego corren a disfrazarse: zapatos de tacón, minifalda, peluca, medias nylon, pestañas, nalgas y senos postizos, maquillaje: ya todos los accesorios están listos para la noche más travesti, sensual, permisiva y fiestera del Ecuador (en público, se entiende).

EL DIA DE LA VIUDAS

Ese día, y solo ese día, hombres convertidos en mujeres, salen a un desfile de sensualidad y ruptura de los cánones. No les importa si a algún transeúnte le incomoda, porque a la mayoría les divierte. Es que, por cierto, algunos lo festejan y otros se sienten agredidos. No es un proceso de travestismo en solitario: para que la transformación sea la deseada hace falta la ayuda de sus esposas, novias, madres, hermanas, tías, hijas, amigas, etc., sin ellas, lo risible sería ridículo y detestable. Aquí hay un componente sexual, u homosexual escondido que sale a flote debido a que en esa fecha la sociedad no lo condena. Esa noche, las viudas salen a velar a su marido o amante: “el Viejo”, y ese luto nada tiene de tristeza. No. La noche de fin de año es tiempo de irreverencia, donde las viudas se dedican a libar y a bailar sin descanso, a exhibir sus atrevidos escotes y piernas, provocar con sus curvas y cortejar a los desprevenidos transeúntes, a cambio de unas monedas que, por cierto, no resolverán sus problemas económicos. Entonces, podemos decir que disfrazarse de viuda, o sea, esconderse tras el disfraz femenino y la careta, es una cuestión de “machismo”, pero sobre todo es un tiempo de creación, de la creación del otro que pueda hacer reír, que pueda llorar, que pueda maldecir y putear, que pueda hacer lo que en la propia piel no nos atreveríamos.

¿Por qué huyen? dije por preguntar, y este sociólogo me aclaró: –“Es comportamiento entendible en un país que se dice de buenas costumbres y rehúye al pecado y al pecador cuando este se muestra desenfadado en público, aunque en privado sus propios pecados sean tan aborrecibles o más, que el que, en ese día, cometen las “viudas”. — Pero no se crea que esta actitud es patrimonio de tal o cual clase social o económica; ni siquiera la educación tiene que ver con ella. Es la liberación a través del ruido, la vestimenta, la broma de todo calibre y el baile, de una sociedad andina dominada desde hace siglos por una moral impuesta por la Iglesia Católica Romana.

LA NOCHE DE LAS VIUDAS.

Llegué a casa de mi hijo a eso de las 14h00, cuando el cielo parecía venirse abajo en forma de una lluvia pertinaz e imparable. Me despedí de mi ocasional amigo y maestro. Le agradecí por toda su sapiencia y su compañía durante el viaje.

Esa tarde y noche fueron diferente. El clima les jugó una mala pasada a las viudas, mojando a los monigotes y a los disfrazados que intentaron dejar escapar sus llantos y lloriqueos por su “viejo amado”. Cuando atrevidos o intranquilos intentaban salir a la calle y solicitar la “caridadcita”, la lluvia caía sobre sus rostros pintados, logrando correr el maquillaje, embadurnándolos de fealdad y de humedad. Tampoco los curiosos transeúntes se atrevieron a salir de sus casas. Era mejor guarecerse bajo techo que exponerse a la lluvia.

Cuando llegó la medianoche, fue imposible encender el fuego destinado a consumir los monigotes. Al otro día, una ciudad limpia, sin señales de las hogueras, fue una suerte de tácita declaración de que la naturaleza no quiso quemar al año viejo. El nuevo año sería igual al viejo, sin cambios ni resquicios para la esperanza y la ilusión de mejores días.
Fausto Jaramillo Y.