El caso de Paola Roldán ha llevado el debate sobre la eutanasia ante la Corte Constitucional. Resulta difícil para el país seguir evadiendo el tema. Conforme la esperanza de vida aumenta y las herramientas científicas para prolongar la existencia se afianzan, cada vez más ecuatorianos se ven abocados a un final que juzgan indigno o intolerablemente doloroso. No se trata de una polémica importada o de una moda retórica, sino de una consecuencia inevitable del progreso y del avance de la modernidad, a la que el país no es inmune. Lo lógico y coherente, tal y como ya ha sucedido en países vecinos, es reconocer el derecho de los ciudadanos a decidir sobre su propia vida.
Ninguna autoridad puede interferir con la autonomía de un ciudadano al momento de decidir si su vida merecer ser vivida o no. Cualquier razonamiento que parta de asumir que la vida de un individuo no le pertenece a sí mismo, sino al Estado, a un dios o a la comunidad, está irremediablemente reñido con los principios de un país laico fundado sobre el respeto a las libertades individuales. Todo ecuatoriano en su derecho de consagrar incondicionalmente su vida a la figura o causa de su elección, pero no a imponérsela también a sus compatriotas.
No es posible ni legal que un ciudadano renuncie voluntariamente a su vida, ni está bien condenarlo a que tenga que hacerlo de forma subrepticia o indigna. Sin embargo, sí es necesario establecer quién y bajo qué condiciones puede asistirlo o, sobre todo, negarse a hacerlo. También, tal y como se ha hecho en otros países, se deberá establecer un compasivo sistema de cuidado y asistencia que mantenga a esa opción únicamente como el desafortunado último recurso que es y debe ser.