Quienes proponen dejar el crudo del ITT en el subsuelo buscan suavizar la gravedad de su propuesta. Por un lado, minimizan el impacto económico; por el otro, astutamente, sugieren que la consulta no afecta ni al Yasuní en su conjunto, sino apenas a un bloque. De esa forma, están logrando que el debate se reduzca a una torpe polémica de contabilidad pública y a una discusión logística, cuando está en juego algo mucho más grave: la posición del Ecuador ante los combustibles fósiles.
Si la consulta triunfa —en un momento en que la producción hidrocarburífera está en descenso y requiere inversión y cambios en normativa para resurgir, y en que el mundo empieza a dividirse en bloques según posturas irreconciliables con respecto a energía— el sector petrolero estará herido de muerte; el pueblo ecuatoriano le habrá declarado formalmente al mundo que quiere un futuro al margen de los combustibles fósiles.
Esa es una decisión política; no tiene nada de económica ni, menos aún, de humanitaria o inevitable. Tiene que ver con a qué grupos se dará prioridad en el desarrollo futuro y a qué bloques económicos internacionales se prefiere servir. Por un lado, tres mil millones de personas ascenderán en un futuro cercano a la clase media y requerirán hidrocarburos, mientras las alternativas energéticas no logran generar ni la quinta parte. Por el otro, detrás del discurso apocalíptico verde se esconden inmensos intereses económicos que le apuestan a sembrar dependencia de otros mercados y de otras tecnologías. Ni el petróleo tiene nada por lo que pedir perdón, ni el ambientalismo tiene nada de ‘puro’.