Gangotena y el odio

Nicolás Merizalde
Nicolás Merizalde

La trágica muerte de Santiago Gangotena ha sacado a relucir una vez más la bajeza de una parte de nuestra sociedad, aquella que, desde la ironía, el odio o la vulgaridad ha cubierto las redes de comentarios insultantes y penosos.

Yo también me siento lejos de algunos de sus planteamientos y, sin embargo, debo reconocer la encomiable labor que puso en marcha y valorar con justicia esa vida apagada. Ante la muerte y el dolor, independientemente de las brechas justificadas o ridículas, solo puede operar la empatía y el respeto. Todo lo demás es canallesco.

Solemos justificar a ese grupo de salvajitos con la falta de educación. Lo cierto es que, pese a las falencias, hay comentarios de este calibre de gente perfectamente alfabetizada e incluso tirada a intelectual pero incapaz de abandonar las migajas tribales de su religión o ideología para abrazar un espíritu más generoso y libre incluso con el enemigo. Nuestra principal crisis no es educativa -que también- sino ética.

Sin importar el grado de estudio se ha normalizado una cultura del odio, resentimiento es una palabra muy sobada para mi gusto. Odiar se ha vuelto una forma ridícula de afirmar la identidad propia como si despreciando al otro reafirmara mi valía o me defendiera de mi propio fracaso. Hay en esa actitud una adolescencia colectiva y un victimismo que representan el ancla más pesada en nuestro sistema anquilosado de miserias.

Y lo que es peor, refleja hasta qué punto los extremismos han dejado impedidos a muchos para valorar al enemigo como adversario e igual y terminar por rebajarlo a bicho o alimaña. Recuerden que hay que escoger y tratar con altura a los enemigos porque son un reflejo de nosotros mismos.

No hay democracia sana que pueda funcionar con ese juego de suma cero, ni mercado, ni sociedad, ni familia si quiera. La muerte de esa actitud, sí que me alegraría.