El uso de la palabra

Nicolás Merizalde

 

Tengo el inmenso privilegio de poder descargar mis obsesiones -ideas es una palabra demasiado genérica- en este espacio. Hablar, decir, gritar, susurrar, escribir, tener voz parece simple cuando es extraordinario.  

Poder expresar, condensar en palabras o en arte, el complejo mundo interno que somos no es una tarea sencilla y a muchos se les niega la oportunidad con brutalidad. Censurar es un acto brutal en el sentido más básico porque anula el acto humano fundamental: la comunicación. Una vez que se niega esa libertad, mueren de contado las otras.  

Hay quien es censurado por su propia ignorancia. Pienso en esa frase de Fran Lebowitz “Antes de hablar piensa, antes de pensar lee” y me doy cuenta de lo mucho que debe costar nombrar sus impresiones a quien no cuenta con las herramientas necesarias para desentrañar el mundo: las palabras, la ciencia y la cultura. Por eso los dictadores, los brutos empoderados, se empeñan en perseguir escritores, hablistas y juglares como el impresentable Daniel Ortega en Nicaragua, país que deja de serlo por silenciado, porque donde solo se oye eco el eco de una voz no hay civilización digna de tal nombre.  

Los indígenas, los niños, los jóvenes y las mujeres han sido tradicionalmente censurados y cuando no, cruelmente condenados a la indiferencia. Uno creería que son cosas del pasado, pero resurgen con terror y de quien menos uno se lo espera. En redes sociales circulan videos que evidencian actos parecidos en el seno de nuestro Concejo Municipal. Donde quien se jacta de haber padecido y superado vejámenes iguales, ahora los imparte. Yo me pregunto, si a las ediles se les recorta la voz, entonces ¿quién la tiene? 

Me solidarizo con cada persona que es presionada a callar y no lo hace. Y a quien decida pedir la palabra, recuerde aquello de Lebowitz dos párrafos arriba que también es verdad.