Sin lácteo, sin gluten, sin azúcar

Hace unos días invité a mi esposo a desayunar. Cuando estacionamos frente al lugar elegido, se bajó del automóvil y se paralizó. En letras vistosas rezaba: “sin lácteo, sin gluten, sin azúcar”. Medio en serio, medio en broma me dijo: “tú come ahí y yo me compro un pancito en la tienda de al lado”. Superado el miedo, entramos en la cafetería y disfrutamos de un banquete nutritivo. Una vez en casa, y para la cena, horneamos una pizza con mucho queso, tal y como le gusta a él.

Más allá del pan sin gluten o la leche de almendras, actualmente vivimos en un mundo más diverso y con más opciones. Ya nada es blanco o negro. La gama de grises es tan variada que es posible encontrar una alternativa para cada persona, que va desde alimentos y la forma en que los consumimos, hasta el contenido que elegimos y el formato en el cual lo digerimos. Mi padre lee el periódico impreso, yo prefiero las aplicaciones de noticias, mi esposo usa las redes sociales y mi hija le pide a ‘Alexa Kids’ que le cuente las novedades mundiales.

Si nadamos en aguas más profundas, el concepto de familia también ha evolucionado. En mi época de infancia y adolescencia la madre soltera, separada o divorciada estaba marcada por un estigma que transgredía a sus hijos. Las parejas del mismo género vivían en la clandestinidad. Ahora, las nuevas generaciones entienden que familia no es exclusivo de mamá, papá y hermanos, todos viviendo bajo el mismo techo.

Ya no es tiempo de encasillarnos, sino de aceptar la diversidad. Si me preguntan a mí, soy sin lácteo, sin gluten, con poca azúcar; con una hija propia y dos entenados, recién casada con un hombre divorciado; sin relación de dependencia laboral; amante de los libros impresos, pero que lleva el Kindle en la cartera; nostálgica por la música antigua, rockera de los ochenta y que no soporta el reggaeton, pero ávida de escuchar los éxitos de Dua Lippa que Alexa toca para complacer a mi hija.