No los dejemos a sus anchas

Hace un par de semanas la paz de mi hogar se vio alterada por una desconocida aplicación (para nosotros) llamada Rune.

La hija de mi esposo, que ya cumplió 12 años, la había bajado ‘a escondidas’; pero con la ingenuidad característica de una niña, terminó delatándose. ¿Por qué el susto? Porque esta aplicación permite intercambiar mensajes de voz y textos con otros miles de usuarios desconocidos. No tardó en entablar conversaciones con personas de México y con un supuesto adolescente que le pedía ser su novia. Esa interacción le produjo adrenalina y emoción.

Todo esto nos tomó por sorpresa. Pues, si no permitimos que ninguno de nuestros hijos camine solo por las calles de Quito, tampoco hemos de permitir que naveguen libremente por el infinito y escabroso mundo web.

Precisamente, ese es el problema actual. Por comodidad o por seguir la corriente, madres y padres se resignan a entregar un dispositivo digital a sus hijos sin la debida conciencia de lo que esa decisión conlleva.  Muchos padres se preocupan de no darles un smartphone con chip y línea telefónica hasta cierta edad; pero de todas maneras los niños ya tienen libre acceso a tabletas, iPods o computadores, que son prácticamente lo mismo. En especial, si esos dispositivos se entregan sin reglas, contratos y regulaciones; es como darle un arma de fuego con balas y sin seguro.

Es indispensable instalar aplicaciones que impidan que los niños bajen otras a su libre albedrío; hay que moderar su tiempo de exposición a la pantalla y revisar constantemente el contenido que consumen y los mensajes que intercambian. Sobre todo, hay que mantener una política de puertas abiertas.

Entre mamás y papás es común el lamento: “le dimos un teléfono a nuestra hija y la perdimos”, “mi hijo está embrutecido con su smartphone”, “desde que tiene teléfono ya no conversa con nosotros, pero si no le dábamos teléfono iba a quedar relegada”.

¿En qué momento dejamos que la tecnología determine la relación con nuestros hijos? Es una realidad triste, de la cual hay poco debate y compromiso.

No basta con que los colegios controlen su uso durante las horas de clase. También los padres debemos regular su exposición en casa y en reuniones sociales. ¿O me van a decir que es agradable ver niños y adolescentes juntos, pero que no se hablan entre sí? Y lo más temible, ¿con quién hablan?, ¿qué miran?, ¿qué comparten? Por favor, no los dejemos a sus anchas.