Mami, no estoy bien

Julia Rendón Abrahamson*

Desde la puerta del aeropuerto observo la cara de mi madre, llena de lágrimas, mojada, su frente honda, la arruga en medio de las cejas por la preocupación constante. Mi mano dice adiós, un ahogo en el medio del pecho, me doy vuelta porque no quiero ver el dolor. En el avión entretengo la tristeza con la película romántica y estúpida, pero una nube deshaciéndose asoma por la ventana de cortina abierta, el celeste interminable. El brillo de la luz me muestra el perfil luminoso, perfecto de mis hijas, los sueños de mi compañero sobre esta migración. Mi culpa. El mandato de estar bien.

Entre la decisión inmensa que tomamos mi esposo y yo de migrar de Quito a Barcelona con nuestras dos pequeñas hijas y un labrador, me doy cuenta ahora, a seis meses de esta mudanza, de que ese mandato se cuela a cada instante. El tener que estar bien. Lleno a mis hijas de puntos positivos de vivir en Barcelona, de plazas y paseos en bicicleta, subidas a la montaña para compensar la vista, la añoranza de los volcanes. Las lleno de amigas, promesas de seguridad y oportunidades, playas. Intento enterrar la nostalgia, el recuerdo feliz de un árbol de aguacate, las guayabas que caían al suelo, el susurro de los colibríes, un saltarín. La abuela que prepara la sopa judía que nos ancla a las raíces de nuestro pueblo expulsado. Quiero enterrar la culpa de haberlas sacado de allí, la recriminación.

“¿Estás bien?” es una pregunta que solemos hacer las madres a nuestros hijos cuando se caen. La respuesta es un poco obvia: no, me acabo de caer, quizá no me rompí la quijada pero me estampé contra el suelo, me duele, me asusté. Los niños por lo general no contestan, lloran, y en seguida reiteramos: “no pasa nada”. Y me pregunto si ese “no pasa nada” es para ellos o para nosotros. Y me pregunto si en realidad no pasa nada.

Pasa que hace años, consciente e inconscientemente, planeo nuestra salida de Ecuador. Y que aunque ha sido una migración privilegiada, y estoy agradecida hasta la médula por ello, igual pasan cosas. Dejamos atrás hermanos, sobrinos, primos, tíos. Abuelos. Comodidad, comida, rutinas, colegios, acentos y lenguas. Una vida. Empacamos maletas y cajas, regalamos libros, guardamos recuerdos en otras cajas que ahora descansan en una nueva bodega oscura. El intento de parar el tiempo. Yo quería que al mes mis niñas estuviesen acopladas. Solo un mes les di. Me dijeron que era la edad perfecta para migrar con hijas, que más tarde, a los trece, por ejemplo, es más difícil acostumbrarse. Pasa que cada ser humano es un mundo, y cada uno procesa las cosas distinto, sin importar la edad, una migración siempre tiene una parte de duelo. Por eso, a pesar de la frente fruncida de mi madre a través de la cámara, su deseo amoroso de que todo esté bien, estoy aprendiendo a decir que no, que todavía no todo está bien. A esta, mi mediana edad, aprendo a mirar el dolor, a respetar la tristeza de mis niñas, su proceso personal, y su respuesta: “no, mami, no estoy bien”. A dejar de lado la recriminación hacia mí misma, y a esperar con amor.

*Cuentista y novelista. Autora de ‘Lengua ajena’ y ‘La casa está muy grande’.