La democracia asesinada

Ugo Stornaiolo

El recuerdo de un asesinato vil y cobarde se traslada al año de 1994 en México, cuando el candidato presidencial del gobernante partido del PRI, Luis Donaldo Colosio, era asesinado con dos balazos a quemarropa en la cabeza en un mitin político en la localidad de Lomas Taurinas. Colosio era el ‘delfín’ de Carlos Salinas de Gortari y con seguridad sería electo como mandatario. Ya eran tiempos en que en México se libraba una batalla contra los narco carteles.

El asesinato de Fernando Villavicencio demuestra que los tentáculos de ese pulpo llamado narco mafias y crimen organizado se fueron expandiendo. Ecuador, antes un país marginal, desde 2006, se volvió punto de mira de la delincuencia organizada.

Lastimosamente, estas mafias se fueron permeando en todas las esferas del poder (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), se infiltraron en los grupos políticos y empezaron a mover los hilos de su economía subterránea, fomentando negocios como el lavado de activos y el microtráfico. Fortalecieron las redes del tráfico internacional de drogas, teniendo a los puertos y fronteras del país como plataforma de lanzamiento.

Villavicencio ganó muchos enemigos con sus denuncias contra la corrupción de los gobiernos de Rafael Correa, Lenín Moreno y Guillermo Lasso. Por razones como esa tuvo que recluirse y ser protegido por las comunidades amazónicas junto a sus amigos Carlos Figueroa y Kléver Jiménez.

Su muerte, como la del alcalde de Manta, Agustín Intriago, y del candidato a la asamblea Rider Sánchez, demuestran lo lejos que ha llegado el crimen organizado. En lugar de declaraciones que lamentan los hechos, los políticos deben entender que por su causa se llegó a este nivel de conmoción.

Las autoridades que aún gobiernan el país tienen tres meses para actuar o dar un paso al costado para que asuma el mando gente más capaz. No solo asesinaron a Fernando Villavicencio, asesinaron a la democracia. ¿Cuántos muertos más hay que esperar para que el país reaccione?