¿Egoísta?

Julia Rendón Abrahamson

Un  señor en la barra de un café pide un cappuccino para llevar. La barista lo prepara y se lo da, luego le acerca el datáfono. Los precios estaban claritos en un cartel colgado en la pared. El tipo paga molesto y dice que está caro. La barista responde: “si quieres más barato, ahí enfrente lo tienen”.

 Voy a visitar una casa en las afueras para alquilar. La verdad es que me confundo con la hora y llego tarde, a las 12:30 en lugar de las 12:00. Al bajarme del auto, le ofrezco disculpas a la agente inmobiliaria. Ella responde: «ni lo hablemos, mejor, porque yo llevo media hora esperándote y me molesta la gente que llega tarde». Así que nos enfocamos en ver la casa. Asombrosamente, fue muy amable y hasta me dio recomendaciones de buenos restaurantes en el área.

Llamo a una amiga catalana para proponerle ir a caminar por la montaña el sábado. Me responde solamente que no tiene ganas. No me da más excusas ni razones. Y así suceden miles de ejemplos.

Vengo de Quito, una ciudad que no se caracteriza particularmente por tener a la gente más directa del mundo. Cada vez que alguien me dice fuerte y claro las cosas, o me dice que no sin darme una explicación o una excusa, me siento un poco incómoda. Los españoles (generalizo) me parecen gente frontal. Estoy acostumbrada a la forma de Quito: nos resulta, en general, difícil decir no, así a secas, y peor decir si nos molestó algo.

Así me doy cuenta ahora, aquí, que tengo dificultad para dar una respuesta concreta cuando sé que quizá pueda provocar enojo o decepción en la otra persona. Por eso me invento excusas, y digo sí cuando quiero decir no, o me quedo calladita cuando tendría que decir que algo no me parece.

Cuando mi hija cumplió años hicimos una fiesta con sus amigas más cercanas. Ella no quería invitar a una niña porque no es parte de su círculo íntimo. Me dijo, en sus palabras, que se sentía obligada a invitarla para no hacerle sentir mal. Mi primer impulso era decirle que era su fiesta y su cumpleaños, y que debería invitar a quienes ella quisiera. O sea, le quería decir que haga algo que yo no suelo hacer.

No digo que uno deba dejar de pensar en los demás o herir, pero es vital considerar nuestras propias necesidades primero. Y, por otro lado, decir que te molestó que alguien llegara tarde, que si quiere precios más baratos se vaya a otro lado, o que no tienes ganas ir a pasear a la montaña, tampoco es matar a nadie.

Así que aquí está mi novedad: intento ser más directa y decir “no”. A veces me sale. Sé que voy a tener que soportar  la incomodidad de ese “no” de las personas a las que no les gusta escucharlo, y respeto si se sienten molestos. Es el costo de mi respuesta. Asumo que no es tan grave. Tengo 45 años y por fin empiezo a eliminar el “¿y si se enojan conmigo?” en mi toma de decisiones. Y, lo mejor, mis hijas me están viendo hacerlo y, tal vez, ojalá, aprendan a dar cabida a sus necesidades y expresar de manera directa, respetuosa, y sin miedo, lo que quieren.