Guerra quisieron

Es hora de hablar en pasado, porque el Ecuador al que se refiere esta columna, ya no existe. Aquel Ecuador —que nació el 15 de febrero de 1972, sufrió un grave accidente el 5 de febrero en 1997, entró en coma el 28 de septiembre de 2008 y acaba de expirar tras largos estertores de muerte— tuvo, pese a sus innumerables defectos, una virtud que nunca fue lo suficientemente valorada: líderes políticos que se resistían a verter sangre y segar vidas de compatriotas, incluso cuando la ley se los hubiese permitido y las masas frenéticas lo reclamaban.

Los líderes, tanto civiles como militares, de ese Ecuador no fueron, necesariamente, amantes de la paz y muchos de ellos tenían personalidad colérica, pero tuvieron maestros que les enseñaron, minuciosamente, a temer los horrores de la guerra civil: sacerdotes que presenciaron la animalesca barbarie de la guerra entre liberales y conservadores, extranjeros que vivieron las guerras civiles totales de la primera mitad del siglo XX, o ecuatorianos cultivados que vieron, y ya jamás pudieron olvidar, la Guerra de los Cuatro Días o el 28 de mayo de 1944. Gracias a ello, ese Ecuador tuvo políticos—tanto civiles como militares— que en los momentos decisivos siempre optaron por la paz, incluso a costa de sus propias carreras y prestigio personal, demostrando una grandeza que sus compatriotas no supieron reconocer: José María Velasco Ibarra, Guillermo Antonio Rodríguez Lara, León Febres Cordero, Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad, Lucio Gutiérrez, entre otros —que se omiten no por mezquindad, sino por falta de espacio—.

Definir por qué eso se acabó o quién tuvo la culpa no es tarea nuestra, sino de los futuros historiadores y narradores. Ni siquiera podríamos saberlo, en tanto estamos demasiado cerca de los acontecimientos como para tener un juicio diáfano y los factores determinantes solo serán develados o comprendidos mucho más adelante. Solo podemos estar seguros de que ese Ecuador desapareció para dar lugar a otro que —aunque mejor en muchos aspectos—, es étnica y religiosamente (porque las ideologías de ahora son religiones) compartimentado, repartido entre caudillos, violento y manipulado más allá de los límites de la dignidad por intereses extranjeros.

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