El poder perpetuo

Franklin Barriga López

Una de las principales características de la democracia es la alternabilidad, lo que garantiza que el totalitarismo no permanezca en el poder y utilice toda clase de triquiñuelas para mantenerse en el mismo.

Abundan muestras de absolutistas que llegan al gobierno de las naciones cuando no por la vía armada por los engaños que sorprenden a los electores que, tardíamente, se dan cuenta de las patrañas, cuando ya los autócratas y sus camarillas se han consolidado en el mando.

En esos regímenes la adicción al poder es una constante, por ello sin importarles la suerte de los pueblos se perennizan en el ejercicio de la autoridad que degenera en autoritarismo.

En América Latina y el Caribe, se recuerda a personajes de esta laya cuyo mal ejemplo jamás se debe olvidar. En la actualidad, bajo el amparo de lo que llaman socialismo del siglo XXI y sus embustes, dos países -a los que por hoy solamente me refiero a ellos- soportan las consecuencias de tales falacias que generan miseria y opresión: Nicaragua, bajo la férula de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo, han convertido a la patria de Rubén Darío en una satrapía; en Venezuela, desde que Hugo Chávez ascendió al poder, ese país increíblemente ha ido en bajada, no obstante las enormes riquezas prodigadas por la naturaleza y saqueadas con la mayor impudicia por la casta dominante.

El poder perpetuo es el fin supremo de estos sujetos devorados por la adicción al poder y respaldados por policías y militares que, olvidando sus nobles objetivos, han descendido al triste papel de pretorianos, para sostener a los déspotas.

En Venezuela, entre otras arbitrariedades, se inhabilitó la candidatura presidencial de María Corina Machado, la segura triunfadora en elecciones transparentes. En Nicaragua, igualmente se persigue, encarcela o deporta a los opositores políticos.