Eliécer Cárdenas

Hace cuarenta años, aproximadamente, con el fin de visitar a su hermana Blanquita, buena lectora, inteligente funcionaria del hoy desaparecido Instituto Ecuatoriano de Crédito Educativo y Becas, llegaba del Austro a Quito un joven intelectual que ya tenía prestigio, en razón de que había publicado Polvo y ceniza, novela que narra aconteceres de un bandolero lojano comparado con Robin Hood y que, con el paso del tiempo, se convirtió en una de las obras clásicas de nuestra literatura.

Desde esos tiempos, conocí a Eliécer con quien cultivé buena amistad. En este marco, dialogábamos sobre temas inherentes a la cultura y que se extendieron en mis visitas a Cuenca, donde, siendo nativo de Cañar, se había avecindado raizalmente por muchos años y ejercía las funciones de Director de la Biblioteca Municipal: junto a otros personajes de grata memoria, participamos varias veces en eventos, en una urbe tan culta y entrañable como lo es la de la morlaquía.

Por estas circunstancias, tuve la oportunidad de conocer su personalidad y obra: ciudadano de bien, sencillo, escritor y periodista infatigable cuya muerte, por lo inesperada, ha conmocionado no solo a la capital del Azuay donde se valoraba sus talentos. Fue también presidente del Núcleo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y director de la Bienal de Cuenca.

Su legado al campo de las ideas es trascendental: entre otros galardones, finalista en el concurso internacional Rómulo Gallegos, autor de más de una docena de novelas, lo que revela su dedicación a este género tan difícil; de cuentos asimismo laureados; de piezas de teatro y numerosos artículos que los editó en periódicos y revistas de la pintoresca comarca donde transcurrió su existencia.

En los anales de la intelectualidad perdurará la huella de este escritor, uno de los más importantes del país.