El impuesto de la geografía

Los países más aislados, pobres y poco poblados tienden a ser dueños de una geografía cruel. En general, desde un inicio, ese suele ser el elemento determinante que los permite sobrevivir. La tierra más bendecida y favorable al ser humano suele ser tenazmente disputada y cambiar de manos, entre pueblos fuertes, a lo largo de la historia, mientras que los rincones más agrestes apenas atraen atención y terminan albergando a naciones que, aunque débiles, perduran porque nadie codicia su tierra.

En Ecuador, por la relativa suerte que hemos tenido durante las últimas décadas, hemos olvidado demasiado rápido la magnitud de los desastres que suelen suscitarse aquí. Basta analizar con detenimiento unos par de siglos hacia atrás para percatarse de cuánto las erupciones volcánicas, terremotos o tsunamis condicionaron el desarrollo del país y, en más de una ocasión, impusieron un abrupto y profundo cambio de rumbo. Los deslizamientos y los derrumbes —efectos de la juventud geológica de nuestro suelo—, y las inundaciones y aluviones —producto de nuestra caprichosa hidrología— limitaron siempre la comunicación y la unidad nacional. Y aunque durante las últimas décadas no hayamos tenido, todavía, que volver a vivir la destrucción de una ciudad hasta sus cimientos por un terremoto, el soterramiento de toda una zona por efecto de una erupción o la transformación definitiva de un área por un súbito movimiento de tierra, eso no significa que esta haya dejado de ser una tierra peligrosa.

Cada vez que nos golpea la naturaleza nos apresuramos a buscar culpables. Es un esfuerzo irracional e inútil, pero que nos trae alivio. Es absurdo creer, desde la comodidad de la retrospección o de las teorías de conspiración, que hay algo que las autoridades pueden hacer o dejar de hacer ante semejantes fuerzas, pero es mucho más reconfortante que, simplemente, aceptar nuestra impotencia y vulnerabilidad.

Esta es una tierra de desastres; no debemos olvidarlo. Debemos siempre presupuestar que, vivir aquí, implica que, ocasionalmente, la geografía reclamará un impuesto atroz y nos arrebatará, sin culpables ni ganadores, una porción de todo aquello que hemos construido.

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