El falaz legado de Hugo Chávez

Pablo Granja

Hasta 1984, Venezuela era un país próspero gracias a su producción petrolera, que mantenía una inflación y precios estables, una tasa de desempleo por debajo del 10%, y la economía creciendo al 4.3% anual, llegando a ser la cuarta economía de América Latina. Pero, al mismo tiempo era políticamente excluyente, económicamente inequitativa, administrativamente corrupta. O sea, apta para provocar una reacción, que ocurrió en febrero de 1992, cuando un desconocido coronel, Hugo Chávez, diera un fallido golpe de Estado, que terminó con sus huesos en la cárcel, siendo indultado a los dos años por el presidente R. Caldera, quien reconoció a este como su más grande error político: 4 años más tarde el coronel llegaba a la presidencia por elección popular. En prisión conoció a un conductor de autobuses, de gran tamaño, escasas luces y nula cultura, quien al ser presidente recién se enteró que no eran 5 los puntos cardinales sino solamente 4; y así, otras idioteces por el estilo.

Al asumir la presidencia, quienes no creyeron en él confirmaron sus sospechas: el coronel mintió en su campaña en que prometió respetar las libertades, la propiedad privada y el período presidencial. Sus primeros años de gobierno fueron inciertos, tanto que enfrentó una fugaz rebelión. El alto precio del petróleo le salvó de un referéndum de revocatoria de mandato, ya que aprovechó la bonanza para ejecutar acciones populistas que encandilaron a propios y extraños. Al  igual que en nuestro país con el Eco. R. Correa, el enorme incremento de ingresos fiscales no fue por la gestión del gobierno sino por los formidables precios del oro negro. Y en ambos casos, con el enorme caudal  engordaron la burocracia hasta la obesidad, gastaron como si el dinero no se acabaría nunca, implementaron proyectos como si fueran buenos, gestaron lealtades a través de la contratación pública, debilitaron los cuerpos de seguridad y control, detonaron las bases de los gremios profesionales, persiguieron a los políticos y al periodismo de oposición, disponían sobre las otras funciones del Estado, se distanciaron del Imperio gringo para entregarse al chino, abrieron las fronteras a los “insurgentes”, fomentaron el odio en la población. Se creyeron predestinados, intolerantes a la crítica que vulnere su enorme vanidad, insuflada con millonarias campañas elaboradas en los laboratorios del pensamiento progresista.

Con el fin del boom petrolero el país entró en recesión, acabando con el festín de la abundancia, que el coronel se libró de enfrentar con su deceso, aunque ya había empezado a pontificar que “.. ser rico es malo, es pecado..”, mientras permitía que su entorno íntimo, agnados y cognados, adherentes y adulones, militares de alto rango y burócratas, se enriquezcan de manera obscena. La distribución de alimentos subsidiados empezó a mermar y era de mala calidad, utilizada como chantaje electoral y con evidencias de corrupción. Con el otro festín de expropiaciones de las industrias productivas se agudizó la escasez de alimentos, con lo que se vino el acaparamiento y la especulación, apareciendo las largas colas para llenar la canasta familiar y la peregrinación en búsqueda de medicinas; y hasta para obtener combustibles para los automóviles en el país que tiene las más grandes reservas de petróleo en el mundo.

El 5 de este mes se conmemoró los 10 años de la muerte de H. Chávez. Ciertamente que la economía de Venezuela ha mejorado con respecto a los años más recientes: el salario mínimo está en 28 dólares, el desempleo en el 58.3, la tasa de pobreza en el 94.5, y una inflación del 686 por ciento. Un régimen fascista, inepto, mentiroso, cínico, excluyente, corrupto, descarado, insensible, que crea miseria para aumentar la dependencia de la gente; y un ejército de seguidores que, además de maquillar la verdadera y tortuosa realidad de Venezuela, quieren imponer al resto de América Latina el falaz legado de Hugo Chávez.

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