El alcalde al que la Policía no pudo salvar

Daniel Márquez Soares

Es duro aceptar que, en el Ecuador de hoy, resulte tan fácil matar al alcalde de una de las ciudades más importantes. Con excepción quizás del de Jaime Hurtado, el asesinato de Agustín Intriago constituye la más atrevida agresión contra el Estado y la clase política de los últimos tiempos. La diferencia es que el primero acaeció en la época de mayor debilidad y desesperanza de la que los ecuatorianos de hoy tengan memoria, mientras que hoy, veinticuatro años después, se suponía que ya habíamos superado esas épocas de precaria barbarie.

Lo más decepcionante —y preocupante— tras el asesinato de Intriago es el comportamiento gremial y egoísta que ha demostrado la Policía Nacional. En sus primeros pronunciamientos, la institución parecía más preocupada de ensalzarse a sí misma y protegerse de posibles críticas antes que de esclarecer el crimen y devolver la calma a la población. Es que, sin duda, la Policía tiene mucho por lo que responder. Hasta los mismos voceros policiales reconocieron que el alcalde asesinado estaba sufriendo amenazas. Había colocado la denuncia en la Fiscalía y contaba con protección policial.

Pese a ello —a que el alcalde de una de las diez ciudades más importantes del país, y el más popular, estaba bajo amenaza y contaba con custodia supuestamente profesional y bajo aviso— pudo consumarse un asesinato llamativamente rudimentario. Un carro que estaba reportado como robado pudo acercarse sin ningún tipo de control, apenas dos sujetos fueron capaces de llevar a cabo el crimen y uno pudo acercarse lo suficiente, con un arma larga, para ejecutar los disparos, pese al equipo de protección.

Luego, el equipo de asesinos —un equipo, llamativamente, poco numeroso y sin apoyo— logró salir del sitio. Lo único que los detuvo fue su propia falta de habilidad, con el accidente resultante. Luego, pese a toda la custodia, el cruce de balas, la persecución y la supuesta presencia policial, el supuesto asesino logró escabullirse, ¡a pie!.

Las autoridades policiales quieren presentar el hecho como un éxito: enfatizan que respondieron al fuego, lograron detener a uno de los presuntos implicados y se hicieron con el arma, los celulares y demás evidencia. Quieren distraernos del hecho de que asesinaron a un funcionario importantísimo, que estaba amenazado y con custodia, en sus narices y que luego el asesino consiguió escapárseles, literalmente, corriendo.

Ni siquiera es necesario apelar a perspicaces especulaciones sobre si estamos ante incompetencia, mala fe o simples instintos de autopreservación. Lo único que está claro es que, así como en otras ocasiones la Policía hace un trabajo heroico y encomiable —como cuando dos agentes sacrificaron sus vidas para salvar, bajo fuego, la del alcalde de Durán—, esta vez  se quedó corta. Sus autoridades no deberían insultar nuestra inteligencia echando mano una actitud positiva y triunfalista que, al menos hoy, resulta totalmente fuera de lugar.