Las cuentas del Estado Islámico

Daniel Márquez Soares

Los fanáticos desquiciados no florecen de la nada, sino que son tolerados y azuzados por fuerzas superiores. Por lo general, cumplen un importante papel; incomodan a potencias regionales rivales, facilitan —en tanto constituyen la mejor garantía de debilidad permanente de un país— la extracción de recursos naturales de las zonas que caotizan y sirven como válvula de escape, una especie de botadero a donde exportar radicales de todo el mundo.

Ese fue el propósito con el cual, durante los años ochenta y noventa, se gestó la primera oleada radical en Afganistán —un experimento que contó con amplio apoyo de potencias extranjeras, absorbió a extremistas de diversos países, constituía una grave amenaza para la URSS y para Irán, y abría las puertas a diferentes riquezas, desde gas y minerales hasta heroína—. Lo mismo se intentó hacer en Chechenia, en la época de mayor debilidad de Rusia, y se observa hoy en algunas zonas de China e India. Incluso el férreo apoyo del que el radicalismo saudita gozó, por parte de Occidente, desde la primera mitad del siglo XX, se explicaba por el firme interés de las potencias en mantener a esa zona crónicamente débil para aprovecharse de sus recursos con mayor facilidad.

El Estado Islámico obedecía a ese mismo guion. Estaba llamado a sumir en la anarquía e indefensión a todo el riquísimo territorio que yace entre Irán y el mar Mediterráneo, que se convertiría en un suculento botín. Serviría para amenazar a Siria, Irán, Turquía y Rusia. Permitiría, además, a los europeos deshacerse de miles de peligrosísimos extremistas que la descomposición social había engendrado en sus países. Por eso a dicha organización nunca le faltaron proveedores de armas, compradores de su petróleo en el mercado negro o voluntarios provenientes del llamado “primer mundo”.

Aunque sea incómodo aceptarlo, Irán fue el primer país en plantarse, a sangre y fuego, ante la barbarie del Estado Islámico, tanto en Siria como en Irak —algo que también había hecho, desde mucho antes del 11 de septiembre de 2001, contra el Talibán en Afganistán—. Después, tras una decisión en la que supuestamente pesaron las insistecias iraníes e incluso una visita personal del general Qasem Soleimani a Vladímir Putin, Rusia también intervino, así como las fuerzas libanesas patrocinadas por Irán. Estados Unidos se llevaría los laureles de la muerte de Abu Bakr Al Baghdadi —pese a que apoyaban en la guerra siria a grupos igual de radicales que el Estado Islámico— pero el accionar de Rusia e Irán pesaría muchísimo más que el estadounidense en la derrota de esa organización que en un inicio había parecido invencible.

Esa cuenta sigue pendiente para los radicales del Estado Islámico. Por eso, tanto Irán, hace unos meses con el brutal atentado en Kerman, como ahora Rusia han sufrido ataques tan atroces. Hay que entender que, por lo general, los intereses de los más demenciales radicales resultan curiosamente afines a los de los grupos hegemónicos.