La guerra que vamos a perder

Daniel Márquez Soares

En medio de todo el caos de ayer, el presidente Daniel Noboa asumió que el país está sumido en un “conflicto armado interno”. La disposición de “ejecutar operaciones militares” y “neutralizar” a los grupos enemigos fue recibido con júbilo por la opinión pública. El problema es que todos sabemos, en nuestro fuero interno, que el Estado ecuatoriano va a perder esa guerra. No nos estamos enfrentando a un puñado de bandas alzadas en armas, sino a la descomposición social resultante de décadas de adoctrinamiento nocivo y de políticas autodestructivas.

No hay forma de vencer al narcotráfico porque, sencillamente, está demasiado entrelazado ya con la sociedad misma. Desde hace más de una generación que se privilegia el individualismo y el hedonismo en la formación de la psique misma de las personas. Al mismo tiempo, a través del entretenimiento y el arte, se permitió que se instaurara una cultura de glamour y estatus alrededor del oficio bestial de traficar drogas. Es ingenuo creer que se puede revertir tan fácil y a tiempo nociones tan afincadas. Esa misma penetración que existe a nivel espiritual está presente también a nivel social. No queda claro dónde está la frontera entre víctima y enemigo. Los pistoleros de las bandas son una minoría que condensa el odio de la sociedad, pero lo justo sería que se le dedique la misma animosidad a los consumidores de drogas —especialmente a aquellos con poder adquisitivo— que mantienen dichas empresas criminales, a quienes proveen bienes y servicios —muchas veces de lujo— a los narcotraficantes, a quienes se alimentan de sus recursos —como funcionarios corruptos—, a quienes los protegen —abogados y políticos— y a quienes lavan su dinero —muchas veces sectores enteros de la economía—. El problema es que si aplicamos esa vara puritana terminaríamos no solo propiciando un genocidio, sino también mucho más empobrecidos.

Por otro lado, el Estado ecuatoriano perderá porque no despierta ningún respeto. Incluso con una economía en crecimiento y sin el escandaloso desempleo juvenil de ahora, para una población amoral el delito siempre es más rentable que la legalidad. En ese contexto, lo único que evita que los ciudadanos se vuelvan criminales es la represión. Sin embargo, el Estado ecuatoriano es como un felino obeso que ya se olvidó de cómo pelear. Además de haberse dedicado durante décadas a castigar y desmoralizar a lo mejor de su fuerza pública, ha permitido que queden en la absoluta impunidad hechos de inmensa envergadura como la matanza de cientos de personas en las cárceles, anarquía y destrucción de la capital en dos ocasiones, el asesinato de un candidato presidencial, y un larguísimo etcétera que abarca el noventa y cinco por ciento de asesinatos del país. ¿Qué le hace pensar a un Estado tan inoperante que, de repente, va a ser capaz de sembrar temor en el corazón de sus enemigos?

No se puede salvar a quien no quiere salvarse, y desde hace décadas que Ecuador está sumido en una política de adoctrinamiento en el autodesprecio. Un odio al ser humano mal disfrazado de ecologismo, una avergonzarse de la identidad e historia nacional en nombre del indigenismo, la destrucción de la institucionalidad en nombre de credos fanáticos como el garantismo o los derechos humanos, el elogio de actos de automutilación de la soberanía como la dolarización, el proselitismo alrededor de la idea de la propia inferioridad cultural; todo eso ha llevado a que el país adopte conscientemente políticas autodestructivas, como la Constitución de 2008 o la destrucción de su base energética por medio del cese de operaciones en el ITT, entre otras. No hay manera de que un Estado tan sumido en el odio a sí mismo sea capaz de imponerse en una contienda que, ante todo, requiere convicción y deseo de sobrevivir.

La triste verdad es que tampoco estaría bien que la República de Montecristi sobreviva. Lo justo, lo correcto, es que pierda, que toda esta descomposición desemboque en el surgimiento de un nuevo Estado creado a partir de tantas dolorosas lecciones. A nivel macro, en estos momentos, más que en las fuerzas de la política, hay que confiar en las fuerzas de la biología y de la historia, y estar plenamente consciente de que, a largo plazo, algo mejor saldrá de todo esto. A nivel micro, sobrevivir ya es un desafío individual de envergadura; si a eso se le puede sumar el hacerlo sin consumir drogas ilegales ni alimentarse de dinero sucio, bien puede uno decir que ya ha hecho suficiente.