Algo saldrá de esta pesadilla

Daniel Márquez Soares

A inicios de 2007, en Guatemala, tres diputados del Parlamento Centroamericano fueron secuestrados en una carretera y asesinados de forma atroz. Pocos días después, para estupor de la sociedad, cuatro policías de cierta importancia fueron detenidos como sospechosos de ser los autores materiales del crimen. El suceso cobró visos de pesadilla cuando menos de cuarenta y ocho horas después, un comando armado incursionó en la cárcel donde los sospechosos estaban detenidos y —tras reducir al resto de presentes—, los degollaron y acribillaron. A partir de allí se inició una macabra saga de acusaciones, asesinatos, traiciones y autocensura en la que la verdad dejó de importar. El hecho nunca se esclareció plenamente, pero lo que sí quedó bien claro fue que Guatemala, tal y como los años posteriores lo demostrarían, se había convertido en un país de otro tipo. Otros países también tuvieron hechos similares. Para México fueron los asesinatos de Luis Donaldo Colossio —jamás resuelto en su totalidad pese a que fue filmado— y de José Francisco Ruiz Massieu, y la desaparición, hasta hoy, de Manuel Muñoz Rocha. En Colombia, tanto el magnicidio de Luis Carlos Galán como el de Carlos Pizarro tuvieron como colofón el fin violento y prematuro de muchos de los implicados, que se llevaron la verdad consigo.

Lo sucedido con los detenidos acusados de haber llevado a cabo el asesinato de Fernando Villavicencio nos termina de confirmar que el Ecuador que conocimos ya se perdió. Si a los más importantes sospechosos del que es, de largo, el más importante crimen de la historia reciente del país se los puede asesinar de esa forma paciente e impune, bajo las narices de las autoridades, ¿tiene sentido todavía hablar de un Estado soberano? La República de Montecristi dejó de ser apenas un patético mal chiste, para convertirse en un sangriento y peligroso absurdo.

Si es que el Estado y el Gobierno han llegado a ese nivel de genuflexión, penetración e impotencia, mejor ni imaginar lo que debe estar sucediendo, tras oscuros bastidores, con el resto de la sociedad. Por motivos politiqueros, mucho se habla de la supuesta ‘mafia albanesa’, pero nadie se pregunta en qué andarán las otras, esas que como comparten nuestro mismo idioma y tienen una cultura más parecida, se camuflan y entremezclan mucho mejor. A estas alturas, unas de las pocas cosas de las que hay como tener plena certeza en el país, es de que nadie sabe para quién trabaja en verdad.

Pero aún en medio de estas tinieblas, hay motivos para albergar esperanza. Lo bueno de cuando la muerte toca a la puerta es que la gente rápidamente pone las prioridades en orden. Puede ser que el Ecuador se haya perdido, pero con ello también llegará a su fin la mala costumbre de perder tiempo y energía discutiendo y construyendo tonterías. Ahora que la maquinaria del crimen organizado devora vidas a millares —a unas las siega, a otras solo las esclaviza, extorsiona o prostituye—, resulta improbable que los que sobrevivan vayan a seguir entregados a esas discusiones bobas sobre sofisticaciones jurídicas y doctrinarias en las que nos hemos pasado las últimas décadas. Sobre los escombros de la sinrazón que permitió todo esto, nacerá una comunidad más racional, ordenada y, sobre todo, seguidora de códigos sensatos. Toda esta pesadilla, para algo ha de servir.