Cien años

Rodrigo Santillán Peralbo

Hace cien años, el 15 de noviembre de 1922, la fuerza pública, por orden del presidente Tamayo, masacró a centenares de trabajadores, mujeres y niños en Guayaquil. Sus cuerpos fueron arrojados a las aguas del río Guayas y decenas fueron enterrados en fosas comunes del cementerio general.

El escritor Joaquín Gallegos Lara escribiría su histórica novela ‘Cruces sobre el agua’ para rememorar la actitud del pueblo que, como una forma de dolorosa solidaridad, decidió lanzar cruces de madera a las aguas del río.

El gran culpable del asesinato de los obreros de Guayaquil fue el presidente de la República José Luis Tamayo, quien en un telegrama enviado al Jefe de la Zona, General Barriga le ordenaba: «Espero que mañana a las seis de la tarde me informará que ha vuelto la tranquilidad a Guayaquil, cueste lo que cueste, para lo cual queda usted autorizado». Y la sentencia de muerte fue cumplida.

“El poder político y económico, heredado por generaciones y vinculado a los sectores financieros allegados a las multinacionales, sigue en el Gobierno de nuestro país un siglo después del crimen tan atroz consumado en las calles del principal puerto ecuatoriano, que recibieron un bautizo de sangre” señalaba, con sobrada razón, el político y analista Diego Delgado Jara.

Cierto que leyes y derechos laborales han cambiado significativamente, pero la realidad del trabajador es que continúa siendo un objeto de explotación por parte de empleadores abusivos y prepotentes, y así será hasta que se imponga la tan ansiada y esquiva justicia social.

Nunca deberá repetirse una masacre como la del 15 de noviembre, pero la lucha de los trabajadores y del pueblo continúa como un interminable sueño que busca la igualdad con pleno respeto a los derechos y libertades de todos y para todos