Levantamos monumentos a las causas

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Carlos Freile

Y cortamos la cabeza a las consecuencias. Esta amarga afirmación la hizo hace varios siglos el canciller de Inglaterra santo Tomás Moro; ponía un ejemplo lacerante muy adecuado a la circunstancia delictiva por la que atraviesa el Ecuador: Hacemos todo lo posible para la existencia de ladrones y luego les cortamos las manos (las citas no son textuales); de hecho en tiempos de Enrique VIII entre la Corona y los nobles no solo robaron tierras a la Iglesia, con lo cual acabaron con innumerables obras en beneficio de los pobres, sino también a pequeños campesinos; estos, para sobrevivir, se dedicaron al pillaje tanto en los caminos como en los poblados. El castigo para los ladronzuelos reincidentes consistía en cortarles la mano, entre otros como marcarles con fuego en la cara.

En nuestro país hemos actuado de manera similar. Durante años la sociedad ha sembrado ideas destructivas, ha socavado las bases éticas de la convivencia, ha enaltecido a los pícaros, en pocas palabras ha entonado con los hechos un himno a los corruptos e inmorales. Los delincuentes de cuello blanco o de blusa sedosa se han adueñado de los asuntos públicos. No solo comete un delito (o un acto inmoral si no está tipificado en el Código) quien asalta con pistola en mano sino quien comete fraude electoral para favorecer a amiguetes desfalcadores; el fraudulento se convierte así en cómplice del malhechor, con el agravante de ocupar un cargo público para defender el bien común. También se vuelve delincuente el magistrado que retuerce la ley con el solo propósito de estorbar al enemigo político en el ejercicio del poder o para favorecer conductas que a la larga socavan las bases éticas de la sociedad. Y cae en el delito de cómplice todo aquel que, con conocimiento y oportunidad, no lo denuncia y condena ante la faz de la comunidad nacional.

Quien elige con su voto o nombra con su autoridad para cargos públicos a personajillos cuya conducta deleznable es conocida por la comunidad también incurre en inmoralidad no solo porque propicia nuevas acciones contrarias al bien común sino porque lo hace a la luz pública y con su elección da un claro ejemplo de que el crimen sí paga; y se trata de un crimen aunque no se haya derramado sangre pero la decencia haya quedado más que herida.

Frente a estos hechos, y otros que conocemos todos, ¿nos rasgamos las vestiduras porque un adolescente de un entorno de pobreza, sin padre ni madre ni perro que le ladre, comete un delito?  Aquí cabe como anillo al dedo la sentencia evangélica: “¡Hipócritas! ¡Sepulcros blanqueados!”