Alejandro Querejeta Barceló
Sucedió en una lluviosa mañana sesenta años atrás, en que revisaba los libros que formaban la biblioteca familiar. De pronto comencé a hojear uno en rústica y en letra menuda. Tenía dos tomos y el título lo hacía demasiado atractivo: ‘Crimen y castigo’, de un tal Fiódor Dostoievski. Entonces se me acercó una tía, me los quitó y los devolvió a su lugar de origen. Mirándome severa sentenció: “Esto no te conviene, es mejor que busques otra cosa”.
Desde entonces, cuanto se clasifica como ‘peligroso’ o ‘prohibido’, adquiere una especial significación para mí. Hemingway, pese a que le admiraba, tenía hacia el escritor ruso algunas reservas. Así lo consigna en ‘París era una fiesta’: “En Dostoievski había cosas creíbles y otras que no se debían creer –escribe–, pero había algunas tan verdaderas que uno cambiaba a medida que las leía”.
El libro de Hemingway trata de sus años en la capital francesa que van de 1921 a 1926 y fue redactado entre 1957 y 1960, en Ketchum y Cuba. En ‘Paris era una fiesta’, han dicho varios de los contemporáneos del escritor norteamericano, hay demasiados prejuicios, reservas y hasta apreciaciones severas por no decir erróneas.
El cineasta español Luis Buñuel afirma en ‘Mi último suspiro’, su divertido libro de memorias, que la frase “prohibido prohibir” es de factura surrealista. Lo ignoro, en verdad, pero recuerdo haberla leído luego en una crónica inspirada en las revueltas juveniles y obreras del País de 1968, en el libro de Julio Cortázar, ‘La vuelta al día en ochenta mundos’. En ese año yo seguía siendo joven, y mi tía y Hemingway estaban muertos.
Fiódor Dostoievski, sin embargo, era, es y seguirá siendo el extraordinario escritor de entonces y la intolerancia no da tregua. En efecto, como en aquellos años, recrudecen las prohibiciones venidas de las ‘personas mayores’, especialmente si se titulan políticos. El planeta, tal como ahora lo hace, continuaba con sus vueltas bien calculadas y soberbias alrededor del Sol.