Neruda: un libro ‘peligroso’

Alejandro Querejeta Barceló

El libro más controversial de Pablo Neruda (1904-1973) sigue siendo, sin duda alguna, su enorme e intenso ‘Canto General’ (1950). Es una galaxia poética por la que navegan personajes, los ríos, las montañas, los mares, la flora y la fauna americanas, acontecimientos históricos, confesiones, personajes, sentimientos de naturaleza diferente, acres apreciaciones y recriminaciones, fuertes invectivas, pero también deslumbrantes dosis de dolor, de esperanza y amor.

Contra todos los pronósticos —a pesar de páginas apresuradas y excesivamente epocales que aparecen en algunas de sus secciones—, a más de medio siglo de su publicación el ‘Canto General’ puede leerse sin que se nos caiga de entre las manos. Mueve al interés, desafía con su propuesta espiritual, deslumbra y sobrecoge con su poderosa polifonía. Conserva intacto su talante adánico, o sea, el privilegio de haber nombrado por primera vez en la poesía de nuestro continente muchas de las cosas que le son características.

‘Canto General’ es el gran libro latinoamericano del antes y el después. En una palabra, un libro epónimo. Y eso es decir bastante sobre un poemario en principio de inspiración política y, por tanto, eminentemente circunstancial.

Hace más de cuarenta años, mi padre me llevó a un teatro de Santiago de Cuba, a un acto en donde se presentaría un poeta chileno junto a Nicolás Guillén. Supongo que era de mañana, mi memoria se vuelve imprecisa al respecto. Quien sí quedó en ella como una imagen indeleble fue la figura de un hombre parecido a un tapir o un oso torpe, con voz cascada de agonizante extrañamente saludable —«tono monocorde de monje recitando letanías», según recuerda su traductor francés Claude Couffon—, los ojos como acabados de dormir durante un invierno y una nariz de pimiento: Pablo Neruda, el poeta chileno que con sus versos y su presencia quería solidarizarse con la revolución que vivíamos en la Isla.

Ese día leyó un largo poema que luego, ya adulto, identifiqué como su célebre ‘Alturas de Macchu Pichu’. Todo ocurrió en uno de los mayores teatros de la ciudad, repleto de obreros, especialmente braceros del puerto, de donde pasado el tiempo fui ya hombre con mi esposa a oír deslumbrado y nostálgico la Novena Sinfonía de Beethoven. Una nostalgia de raíz nerudiana, sin duda, que me acompaña desde aquel día memorable de mi entrada a la adolescencia.

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