Agua y fuegos

Rosalía Arteaga Serrano

La influencia de los fenómenos naturales se ha hecho sentir desde siempre, desde que el ser humano apareció sobre la superficie terrestre y, por supuesto, sus avances, pero también sus retrocesos han dependido en gran manera de la repetición de esos fenómenos o también de su aparición súbita en las diferentes regiones.

Así, las crecientes del Nilo determinaron la riqueza de Egipto, tanto como los monzones en su periódica aparición fueron modelando la historia de la India y de otros pueblos de Asia. También en tierras americanas las civilizaciones se acunaron a orillas de los grandes ríos o del mar. La primigenia cultura cerámica Valdivia creció y se desarrolló en el Pacífico Sur e hizo crecer su influencia con la navegación de cabotaje, a semejanza de la que forjaron los fenicios en el Mediterráneo Oriental con sus naves y el comercio de los grandes bosques de cedros que crecían a su vera.

Pero ahora sabemos que hay un ingrediente de mayor envergadura y también que entraña peligros que pudieron y que todavía pueden prevenirse o al menos paliarse, se trata de las causas que desatan los cambios climáticos, que aguzan las inclemencias de la naturaleza, que amenazan con trastrocarlo todo y dejar al ser humano otra vez desnudo e inerme frente a su fuerza.

Por ello en algunos lugares parece que nos sumergimos en las aguas que caen del cielo y de las que se desbordan de los ríos o se elevan en los mares con el avance del deshielo de los polos y glaciares, lo que amenaza con sumergir islas y territorios ribereños, mientras en otros lugares las sequías son pavorosas, los incendios colosales y la desesperanza de las gentes se hace presente cada vez más con urgencias desatadas.

Si sabemos que somos frágiles y que la fuerza de la naturaleza no ha sido domeñada, lo lógico es dejar de ejercer presiones sobre la misma, actuar con cautela, seguir lo que los científicos nos dicen y encontrar caminos más lógicos y menos invasivos para el desarrollo.