Adiós al líder de la clase cansada

Daniel Márquez Soares

Lo que más llama la atención de Guillermo Lasso y su breve Gobierno es cuán fácilmente se dejó arrebatar el poder. Uno hubiese pensado que luego de gastar tanto tiempo, dinero, prestigio y atención en llegar a ese puesto —y al verse al frente del Estado en un momento de descomunal importancia para el futuro de sus compatriotas— el Presidente pelearía un poco más.

No procedió con fuerza en aquellas cosas en las que tenía razón, ni con brío audaz en aquellas en las que tal vez no la tenía. Bastaron rumores, deslealtades y calumnias —de esas que ningún ciudadano corriente toleraría sin patalear—, y osadías provenientes de instituciones a las que nadie hubiese defendido si el mandatario las hubiese arrastrado al caos del franco choque. Cuando llegó la hora de las definiciones, el Presidente prefirió la superioridad moral en lugar de la victoria real. Quienes viven en el mundo ideal, creen que así surgen los mártires; pero en el mundo real así era como nacían los esclavos: cuando un hombre aceptaba la derrota y optaba por rendirse ante un enemigo que lo aborrecía hasta la última molécula, aceptaba el yugo perpetuo para él y todos los que vendrían después.

En el mundo de hoy, los oligarcas pueden darse el lujo de la estatura moral. Ahora, su riqueza —ceros y unos almacenados en lugares inalcanzables— crece sola, gracias a la docilidad de sus civilizados conciudadanos; ya no tienen que arrancársela a la tierra, ni ensuciarse en la industria ni defenderla a la fuerza de quienes quieren arrebatársela. El problema es que terminan creyendo que el mundo del poder es igual y olvidan que allí sí subsisten aún los depredadores inescrupulosos.

Para gobernar se requiere voluntad de mandar y la convicción de merecerlo. Nadie sabe de dónde viene ese ímpetu —si se hereda, se aprende o si surge aleatoriamente—. Sin embargo, todos reconocemos, en una fracción de segundo, a quienes, como el presidente Lasso y toda esa clase a la que representa, ya no lo tienen.