200 años como hijos del mundo

Como país, nos haría muy bien dejar de hablar de una guerra de “independencia”. Ese término es históricamente inapropiado y, tras los procesos de descolonización que se vieron en África y Asia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, lleno de una serie de connotaciones que, en nuestro caso, resultan muy nocivas. Así como hablar de “colonia” supone que un Estado, o al menos una nación consolidada, fue subyugado y explotado por otro, por lo general geográfica y culturalmente muy distante, hablar de “independencia” sugiere la reconquista de soberanía de parte de un pueblo frente a un invasor extranjero claramente identificado. Un proceso de ese tipo suele dejar, además, rencores y complejos —tan comprensibles como dañinos— en los otrora subyugados.

La nuestra no fue una guerra de independencia; ni siquiera fue una guerra de secesión. Ambos términos nos transmitirían la falsa impresión de que se trató de una gesta producto de la voluntad de una nación, expresada en sus líderes, que se enfrentó a un sistema sólido para recuperar o de conquistar su libertad. Lo nuestro fue fundamentalmente un proceso de desintegración, producto de fuerzas internacionales muchísimo mayores. En una dinámica que tomó varias décadas, las ideas revolucionarias francesas, Napoleón, el ascenso anglosajón y la tecnología del siglo XIX precipitaron un reordenamiento mundial y con ello el definitivo estallido del Imperio Español. Lo que hoy llamamos Ecuador no fue más que uno de los escombros resultantes. Las circunstancias y las fuerzas extranjeras desempeñaron un papel mucho mayor del que nos gusta admitir en nuestra “liberación” y, a la larga, la nuestra no fue una guerra de liberación contra europeos, sino fundamentalmente una lucha fratricida entre americanos que hablaban el mismo idioma, compartían las mismas costumbres y le rezaban al mismo dios.

Lamentablemente, ese mismo orden mundial que surgió en el XIX y dictó nuestro nacimiento como país también nos condenó a un papel cruelmente marginal del que no hemos podido sacudirnos por dos siglos. Ahora que el mundo está atravesando un nuevo reacomodo, que tomará algunas décadas, tendremos que ser capaces de tener una agenda clara y conquistar un mejor lugar.