A punta de lápiz

Jorge Velasco Mackenzie.
Jorge Velasco Mackenzie.

‘La cabeza ladeada de mi yo’

En el bar ‘Concierto’, debajo de un cartel que mantiene el anuncio de un festival de cine en La Habana, sucedido hace años, el escritor Jorge Velasco Mackenzie suelta anécdotas de su vida guayaquileña, matizada con nombres de autores y artistas que ha conocido, algunos perdidos en el cauce de su río y, otros, amigos, que aún se mantienen a pesar de las mareas de sus viajes, de la inmersión solitaria en su escritura, de la aparición académica de su cátedra en la Universidad.

Llega a Quito cada quince días a dictar un taller de literatura en la CCE, siempre en jueves, y la noche, que precede a su regreso, es la oportunidad de verlo, caminando, pausado, evitando trampas, como quien va localizando los vacíos de los personajes de sus historias, reuniendo los libros que le faltan, buscando un “alero” donde guarecerse de la lluvia, entre el calor de una charla, planeada o no, con un individuo que se le cruza por admiración, amistad o simple desvío nocturno.

La mejor edad para morir (Eskeletra) -cuando el cuerpo sólo duerme y la cabeza aún crea, vencida, sobre el hombro- es el título del último volumen de cuentos de Velasco Mackenzie. El «negro» demuestra estar en la mejor edad para escribir. El cuento es un género definitivo, no permite la duda y aun en la posibilidad posmoderna de finales abiertos, debe ser certero como un tiro. En general son así los textos reunidos aquí. La atmósfera de cada uno es el sino irrefutable de cada historia donde los personajes son los rieles por donde se conduce la múltiple interrogación sobre la existencia. La culpa, el amor, el placer, la venganza, la soledad por imposición o abandono se reúnen en una sola meta: la muerte de algo o de alguien.

Temas, asuntos y trasuntos que en sí mismos no son nada nuevo, y no faltará algún informático lector en busca del ‘chip’ literario de última generación que ofrezca anécdotas relatadas en fibra óptica extra terrestre con imágenes de cristal líquido. La narrativa de Velasco Mackenzie tiene el cauce perenne del río de su ciudad que, como símbolo de agua, inunda su ejercicio creador. Mantiene tal contemporaneidad por el agudo oficio de abordar la condición humana en sus personajes, desde una visión universal que logra desenredar en el tiempo ‘límite’ de cada historia. Más que la anécdota que sostiene cada relato, es la atmósfera que construye el logro literario del autor.

Nueve historias que se enlazan en la herencia de la muerte en otras muertes, destinos de oficio, desvío de condición como el escorpión que necio, en la soledad, sigue bajo la roca ante su incapacidad de auto-inmolación. La primera versión de Dos versiones sobre el tema del pintor y la modelo es el artista quien a través de la tela busca crear su propia vitalidad para sentir físicamente; la dualidad entre el ardor de su mente creadora y la burda mecánica del cuerpo en el hermano, fantasmagórica relación entre gemelos. La fábula oriental acerca de la lucha de dos caballeros por el amor de la bella Lin en medio de una guerra mítica en La Casa del lago Tiu es un bello ejercicio de estilo.

Con alcances de novela corta, el texto que da título al volumen La mejor edad para morir es, junto a Puerto sin mar y Agua, más agua, lo más logrado del conjunto. Velasco Mackenzie consigue la inmediata complicidad del lector, los mundos creados en cada relato son cerrados, personajes cuyos rasgos son tentáculos que atrapan cada uno de los sentidos. Historias que, más que verosímiles, están vivas: ahogan, interrogan, rompen, atemorizan, trasladan a lo único inevitable y certero de la ficción, su realidad.

Cierra el ‘Concierto’. Junto al músico Patricio Baca, Jorge Velasco Mackenzie, deambula por las calles de La Mariscal en busca de la «Residencial» que escogió, sin ver, para pasar el resto del amanecer del viernes antes de volar a Guayaquil. Con la atmósfera de uno de sus cuentos, las ‘mucamas’ están demasiado comedidas, oficiosas y poco vestidas. Velasco Mackenzie entra a una habitación y cae sobre una silla, mientras la hembra acomoda el catre y le ofrece la carta verbal de sus servicios.

El escritor, cansado, la toma de un brazo y la obliga a salir, sólo quiere dormir. Sin desvestirse se recuesta y ve atravesar personajes por el corredor, siente el temblor de placeres zurcidos y, de su cuerpo ya dormido, cae la cabeza de su yo, ladeada, escuchando: «No quiso nada, se quedó como muerto, el muy cabrón».