Impromptus

Andrés Pachano

Jorge Luis Borges en esos inmensos y hermosos diálogos con Osvaldo Ferrari, también poeta como él, también ensayista como Borges y a la sazón argentinos los dos, pero Ferrari sobre todo periodista, preguntó a Borges algo que es una interrogante esencial para los profanos (me incluyo) en las letras: “… me gustaría que habláramos de algo que muchos quieren saber. Esto es de cómo se produce en usted el proceso de la escritura, es decir, como comienza en su interior un poema, un cuento…”.

Esa es pregunta que se la hace a todo escritor, pregunta ligada a una anterior que subyace recelosa, tímida, vergonzante; es la misma que con poca imaginación repetimos, esa la que hace referencia a lo que cursimente llaman “inspiración”; cuestión media esotérica por su intención de descubrir los motivos impenetrables del escritor; podrían parecer hasta banales esos cuestionamientos, por repetidos, por…; pero que, muy en lo íntimo, nosotros mismo hemos imaginado esa pregunta. Es que cuando leemos una obra, si nos interrogamos sobre las intenciones del autor.

“…Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso…” responde Borges -el de la dura y difícil fantasía del Aleph- con la sencillez de su profunda inteligencia. “…Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin…”. Luego, lo relata el propio entrevistado, ocurrirá entonces el descubrir lo que media entre esos dos opuestos, el crear lo que va entre esos dos extremos; lo uno: el inicio y el fin de la obra, le vino dictado por el aval de su imaginación, lo otro es el producto del pensamiento, del conocimiento, son la constancia, es el oficio. La dura lucha frente al papel en blanco, con un cúmulo de ideas que revolotean presurosas e insistentes. Esa la inmensa soledad del “escribiente” (palabra en desuso que dice del escritor de obras), porque escribe lo que su razón le dicta.

Borges resume: “…En el caso de un poema, no: es una idea más general, y veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder…”.
Son los impromptus de la creación.

Andrés Pachano

Jorge Luis Borges en esos inmensos y hermosos diálogos con Osvaldo Ferrari, también poeta como él, también ensayista como Borges y a la sazón argentinos los dos, pero Ferrari sobre todo periodista, preguntó a Borges algo que es una interrogante esencial para los profanos (me incluyo) en las letras: “… me gustaría que habláramos de algo que muchos quieren saber. Esto es de cómo se produce en usted el proceso de la escritura, es decir, como comienza en su interior un poema, un cuento…”.

Esa es pregunta que se la hace a todo escritor, pregunta ligada a una anterior que subyace recelosa, tímida, vergonzante; es la misma que con poca imaginación repetimos, esa la que hace referencia a lo que cursimente llaman “inspiración”; cuestión media esotérica por su intención de descubrir los motivos impenetrables del escritor; podrían parecer hasta banales esos cuestionamientos, por repetidos, por…; pero que, muy en lo íntimo, nosotros mismo hemos imaginado esa pregunta. Es que cuando leemos una obra, si nos interrogamos sobre las intenciones del autor.

“…Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso…” responde Borges -el de la dura y difícil fantasía del Aleph- con la sencillez de su profunda inteligencia. “…Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin…”. Luego, lo relata el propio entrevistado, ocurrirá entonces el descubrir lo que media entre esos dos opuestos, el crear lo que va entre esos dos extremos; lo uno: el inicio y el fin de la obra, le vino dictado por el aval de su imaginación, lo otro es el producto del pensamiento, del conocimiento, son la constancia, es el oficio. La dura lucha frente al papel en blanco, con un cúmulo de ideas que revolotean presurosas e insistentes. Esa la inmensa soledad del “escribiente” (palabra en desuso que dice del escritor de obras), porque escribe lo que su razón le dicta.

Borges resume: “…En el caso de un poema, no: es una idea más general, y veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder…”.
Son los impromptus de la creación.

Andrés Pachano

Jorge Luis Borges en esos inmensos y hermosos diálogos con Osvaldo Ferrari, también poeta como él, también ensayista como Borges y a la sazón argentinos los dos, pero Ferrari sobre todo periodista, preguntó a Borges algo que es una interrogante esencial para los profanos (me incluyo) en las letras: “… me gustaría que habláramos de algo que muchos quieren saber. Esto es de cómo se produce en usted el proceso de la escritura, es decir, como comienza en su interior un poema, un cuento…”.

Esa es pregunta que se la hace a todo escritor, pregunta ligada a una anterior que subyace recelosa, tímida, vergonzante; es la misma que con poca imaginación repetimos, esa la que hace referencia a lo que cursimente llaman “inspiración”; cuestión media esotérica por su intención de descubrir los motivos impenetrables del escritor; podrían parecer hasta banales esos cuestionamientos, por repetidos, por…; pero que, muy en lo íntimo, nosotros mismo hemos imaginado esa pregunta. Es que cuando leemos una obra, si nos interrogamos sobre las intenciones del autor.

“…Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso…” responde Borges -el de la dura y difícil fantasía del Aleph- con la sencillez de su profunda inteligencia. “…Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin…”. Luego, lo relata el propio entrevistado, ocurrirá entonces el descubrir lo que media entre esos dos opuestos, el crear lo que va entre esos dos extremos; lo uno: el inicio y el fin de la obra, le vino dictado por el aval de su imaginación, lo otro es el producto del pensamiento, del conocimiento, son la constancia, es el oficio. La dura lucha frente al papel en blanco, con un cúmulo de ideas que revolotean presurosas e insistentes. Esa la inmensa soledad del “escribiente” (palabra en desuso que dice del escritor de obras), porque escribe lo que su razón le dicta.

Borges resume: “…En el caso de un poema, no: es una idea más general, y veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder…”.
Son los impromptus de la creación.

Andrés Pachano

Jorge Luis Borges en esos inmensos y hermosos diálogos con Osvaldo Ferrari, también poeta como él, también ensayista como Borges y a la sazón argentinos los dos, pero Ferrari sobre todo periodista, preguntó a Borges algo que es una interrogante esencial para los profanos (me incluyo) en las letras: “… me gustaría que habláramos de algo que muchos quieren saber. Esto es de cómo se produce en usted el proceso de la escritura, es decir, como comienza en su interior un poema, un cuento…”.

Esa es pregunta que se la hace a todo escritor, pregunta ligada a una anterior que subyace recelosa, tímida, vergonzante; es la misma que con poca imaginación repetimos, esa la que hace referencia a lo que cursimente llaman “inspiración”; cuestión media esotérica por su intención de descubrir los motivos impenetrables del escritor; podrían parecer hasta banales esos cuestionamientos, por repetidos, por…; pero que, muy en lo íntimo, nosotros mismo hemos imaginado esa pregunta. Es que cuando leemos una obra, si nos interrogamos sobre las intenciones del autor.

“…Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso…” responde Borges -el de la dura y difícil fantasía del Aleph- con la sencillez de su profunda inteligencia. “…Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin…”. Luego, lo relata el propio entrevistado, ocurrirá entonces el descubrir lo que media entre esos dos opuestos, el crear lo que va entre esos dos extremos; lo uno: el inicio y el fin de la obra, le vino dictado por el aval de su imaginación, lo otro es el producto del pensamiento, del conocimiento, son la constancia, es el oficio. La dura lucha frente al papel en blanco, con un cúmulo de ideas que revolotean presurosas e insistentes. Esa la inmensa soledad del “escribiente” (palabra en desuso que dice del escritor de obras), porque escribe lo que su razón le dicta.

Borges resume: “…En el caso de un poema, no: es una idea más general, y veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder…”.
Son los impromptus de la creación.