Con las cuentas claras

Si de algo se puede estar seguro con respecto al gobierno del presidente Guillermo Lasso, es que al final de su mandato las cuentas públicas estarán nítidamente ordenadas. El déficit fiscal se habrá reducido sustancialmente, las deudas estarán perfectamente refinanciadas, la recaudación tributaria fluirá sin sobresaltos y el Estado se habrá deshecho de todo lo que arroje pérdidas. Fiel a su condición de hombre de banca, Lasso saneará los balances de forma despiadada hasta dejar al país generando, año a año, más de lo que gasta. Tan concentrado está en dicha tarea que, con la reforma tributaria y las próximas emisiones de bonos —y sin haber renegociado aún las cuentas con China—, ha logrado asegurar los recursos para 2022, una tarea que hasta hace poco parecía imposible.

El problema es que no todos tienen cabida bajo esa forma de ver el Estado. Se trata de un sistema que tiene en mente apenas a quienes se puede medir y controlar, a ese sector formal de la población en función del cual se puede planear. La reforma tributaria se ensañó con la clase media no por convicciones ideológicas, sino porque, en un sentido práctico, es a la que resulta más fácil cobrarle —los ricos tienen más libertad de maniobra para eludir los impuestos, y recaudar de entre la gran masa que no tributa es un infierno logístico—. El petróleo recibirá cada vez más atención por lo fácil que resulta de controlar, mientras que la minería, mucho más caótica, posiblemente no. La reforma laboral que se avecina seguramente estará pensada no para dinamizar la economía, sino para beneficiar a aquellos sectores grandes y formales cuyo crecimiento se refleja rápidamente en una mayor tributación.

Bajo ese esquema, resulta improbable una gran transformación económica del país, en la que surjan nuevos sectores, en la que una gran masa desocupada se sume a la economía o en la que se logre formalizar e incorporar a segmentos hasta ahora subterráneos. Asimismo, ofrece un panorama poco alentador para aquellas áreas, como lo social, que no implican necesariamente flujo de caja para el gobierno. Como tantos otros pueblos aprendieron en décadas recientes, un país puede tener un Estado con las cuentas en orden y, aun así, seguir siendo muy pobre.

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