Voz de la mujer

Si hay una cosa que une a mujeres de toda clase de orígenes, opiniones políticas, actividades y profesiones, es la experiencia típica de la intervención fracasada: estás en una reunión, haces un comentario, se produce un breve silencio y al cabo de unos segundos incómodos un hombre retoma la conversación: “Lo que estaba diciendo es que…” y piensas habría sido mejor ni abrir la boca, terminas echándote la culpa a ti misma y a los hombres que parecen considerar el debate su club exclusivo. La literatura y la historia ofrecen numerosos ejemplos de cómo a veces con agresividad y otras con indiferencia se excluye a las mujeres de la conversación pública.

Estas actitudes, presunciones y recelos están arraigados en nuestra cultura y nuestro lenguaje. ¿Qué se dice de las mujeres que hacen afirmaciones en público, que luchan por lo suyo, que alzan la voz? Son “chillonas”, “quiere llamar la atención” ¿Importan estas palabras? Por supuesto que sí, porque apuntalan un idioma que trata de eliminar la autoridad, la fuerza e incluso el humor de lo que decimos las mujeres. Quienes logran transmitir su voz por lo general tienen que adoptar de manera consciente aspectos de la retórica masculina, ronca, fuerte, autoritaria. Como Margaret Thatcher quien tomó lecciones vocales con el objetivo de añadir el tono de autoridad del que, según sus asesores, carecía su voz aguda.

El hecho de que las mujeres, incluso cuando no son silenciadas, tienen que pagar un precio muy alto para que se las escuche, es una injusta realidad. Hacer algo al respecto, implica reconocer que la importancia de la voz femenina en la esfera pública no está en su tono sino en la contundencia de sus argumentos.

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