El feo final

Hace apenas unos años, el ya fallecido presidente venezolano Hugo Chávez estuvo de visita en Quito. Junto al mandatario Rafael Correa, estelarizaron un espectacular mitin en el estadio Atahualpa, lleno de simpatizantes, música de protesta y frenéticos discursos. Eran otros tiempos, antes del cáncer y cuando el precio del petróleo y las cifras de popularidad parecían destinadas a permanecer elevadas para siempre. Era ese inicio en el que todo parecía etéreo, noble, sublime.


Uno se acostumbra, incluso a veces acepta, aquella máxima de los amargados de que todo es plata. Quizás sea cierto que la diferencia fundamental entre esa época majestuosa y esta época deprimente yace apenas en los cambios en la balanza comercial. Pero lo que uno jamás consigue entender es por qué las cosas tienen que terminar entre tanta fealdad, por qué el deterioro de una corriente de pensamiento viene acompañada siempre de un ofensivo deterioro estético.


Antes había esperanza, orgullo, omnipotencia, majestuosidad. El día a día estaba hecho de discursos grandiosos, masas enérgicas, planes ambiciosos; era el Chávez, aún delgado, en boina roja, ajustando cuentas con la oligarquía, el Correa rodeado de intelectuales explotando los amarres de la partidocracia.

De eso, hoy solo queda fealdad: las chabacanadas de Maduro, maleantes venezolanos ejerciendo el poder en las calles, Gabriela Rivadeneira y sus discursos coprológicos, la muchedumbre de aduladores en las sabatinas, las detestables divagaciones narcisistas del Presidente, la poca elegancia de discutir enmiendas al apuro a las siete de la mañana en plenas fiestas. A la larga, ¿qué puede haber más feo, vulgar, desesperanzador, que una tropa de marineros codiciosos y aterrorizados que, mientras el barco del tesoro se hunde, solo atinan a arrastrarse y pisotearse unos a otros, intentando quedarse con una que otra moneda?


Esto ha sido una fiesta de excesos y termina como tal: en un escenario repugnante de ebrios cometiendo actos indignos en medio de la amnesia narcótica, en una sala destrozada y la alacena ya vaciada. Por más que se quiera evitar el final con enmiendas y campañas, no hay nada que hacer cuando los recursos, la popularidad y, sobre todo, la belleza se agotan.


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