Un siglo de genocidios y desmemoria

Alan Cathey Dávalos| RS 99


Hace 100 años, en 1923, culminaba un episodio atroz, un heraldo de barbaridades futuras en ese siglo, causadas por las ideologías asesinas, de nación o de clase. Hablamos del exterminio sistemático de un pueblo que vivía desde hace varios miles de años en partes del Cáucaso, que era aún parte del Imperio Otomano.

Ese pueblo es el armenio, presente desde la prehistoria, sobre los bordes sur y orientales del Mar Negro, junto a la meseta Anatolia por el oeste, y a la iránica por el sureste. Su ubicación, en la ruta de las migraciones, del Asia suroriental a Anatolia y la Crimea, le ha significado muchas amarguras a lo largo de su historia. La expansión imperial otomana, a partir del siglo XIV, incorporó a Armenia, manteniéndose como parte de éste hasta el siglo XX. La marcha de seis siglos del Imperio Otomano, y su prolongada decadencia, provoca la revolución de los jóvenes turcos, empeñados en restaura la grandeza imperial, cobijados entre los pliegues de una de las maldiciones del pasado siglo, el nacionalismo cerril y fanático, puesto de moda en Europa, con la unificación de Italia y Alemania, que derrotó a Francia en 1870, arrebatándole las provincias de Alsacia y Lorena, cuyo rescate sería el eje de la política exterior francesa durante los siguientes 40 años, hasta el inicio de la I Guerra Mundial.

¿Estado Nacional, estado criminal?
El Estado Nacional marcaría decisivamente al mundo, concluida la guerra, con el final de los imperios Alemán, Otomano, Austro-Húngaro y Ruso. Una miríada de nuevas naciones se crea, cada una más necesitada de identidad y cohesión social, en categorías como el idioma, la cultura, la religión y hasta el folclore, y en la vaga definición de “raza”. Los Jóvenes Turcos, pese a que estas ideas provenían de sus ancestrales enemigos, las adoptan entusiastas, pues se alinean con sus propias visiones, y con el resentimiento que las victorias del mundo cristiano sobre el imperio Otomano, a lo largo de un siglo, al menos, habían generado en la juventud turca.

El Imperio Otomano participa, en el bando de los perdedores, en la I Guerra Mundial, tras la catástrofe de las Guerras Balcánicas, antes de la Gran Guerra, cuando el Imperio pierde sus territorios en Europa. El sultanato llega a su fin en noviembre de 1922, 101 años atrás, y Armenia se incorporó a la URSS en 1920, al completarse la conquista del Cáucaso por el Ejército Rojo, tras una breve independencia y una guerra, aún con el agonizante Imperio Otomano.

Chivos expiatorios
En la I Guerra Mundial, los ejércitos rusos derrotan y avanzan a costa de los turcos, en el Cáucaso, acercando el conflicto al núcleo del Imperio, justamente hacia Armenia, cuyas diferencias de origen, idioma, religión y cultura, convertían a los armenios, a ojos del nacionalismo turco, a priori, en sospechosos de colaborar con el enemigo en la guerra. Que muchos fueran parte, como varias otras minorías, del ejército otomano, que otros fueran valiosos asesores y consejeros del gobierno, nunca fue considerado por los nacionalistas fanáticos.

Comienza el horror
En 2015, se inició el primer genocidio y limpieza étnica modernos, preludio de otros que guardaba el futuro. En una operación premeditada, planificada perfectamente, fueron detenidos los más destacados intelectuales armenios, para ser encarcelados en los temibles presidios de Estambul. Los soldados armenios reclutados e integrados en el ejército otomano, unos 60 mil, fueron desarmados e internados en campos de prisioneros, de los que pocos salieron vivos, pues fueron fusilados por las tropas turcas, a mansalva. Millones de civiles armenios fueron obligados, a punta de fusil, a abandonar sus casas y sus tierras, dejando, apenas con lo puesto, todas sus vidas detrás. Fueron obligados a una marcha de la muerte, de cientos de kilómetros, hasta su destino a ninguna parte, en medio del desierto sirio, en condiciones inimaginables, muriendo de sed, de hambre o de extenuación. El genocidio exterminó entre 600 mil y millón y medio de personas, extendiéndose a varios años. Esta atrocidad, muy bien documentada por historiadores e investigadores serios, incluso turcos, es negada de manera sistemática por Turquía, que a duras penas reconoce unos “excesos”.

La diáspora armenia
Algunos miles de armenios lograron escapar, hacia Rusia o al Oriente Medio, para finalmente llegar como refugiados, a Europa, Estados Unidos, y a otros destinos, como la Argentina. Es ésta diáspora la que ha logrado, por el prestigio que muchos de ellos alcanzaron en el exilio, sea en la primera generación, o sus hijos, situar el drama armenio en el imaginario colectivo del mundo y evitar su olvido. Personajes del nivel de Charles Aznavour, Khachaturian, Cher, en el mundo de la música, o de Nalbandian y Agassi en el tenis, de Prost en la Formula 1, de Saroyan en la literatura, de influencers como las hermanas Kardashian, o de ajedrecistas de la mundial talla de Tigran Petrosian o de Kasparian, que rusificó su apellido a Kasparov, considerado el mejor ajedrecista de la historia, y con ellos, otros grandes del ajedrez actual, 5 de los cuales están entre los 100 mejores del mundo, un extraordinario logro para un país con 3 millones de habitantes, en el que el ajedrez es materia obligatoria en escuelas y colegios, han logrado mantener vivo el espíritu de esa gente, que hace cien años se buscó extinguir de la faz de la tierra.

Peligrosa desmemoria
Ante aquellos que tratan de negar el horror, o relativizarlo, la memoria es un ejercicio obligatorio. El genocidio armenio sería una especie de ejercicio, de un perverso plan piloto, que sería reproducido a lo largo del siglo XX, una y otra vez, siguiendo hasta nuestros días. Trataré, en un ejercicio de memoria, de hacer un recuento de las más notorias atrocidades y genocidios cometidos, de manera abrumadora, por perversiones de las ideologías autoritarias dominantes en el siglo pasado, el fascismo y el comunismo, en sus obsesiones de raza o clase.

Stalin toma la posta
El primer acto de esta danza macabra luego del genocidio armenio, se producirá a partir de 1932, en la URSS, tras la decisión de Stalin de “erradicar a los kulaks”, campesinos que eran dueños de sus tierras, por considerar que no era factible la coexistencia de una agricultura privada en un país colectivizado. Se apropió de las tierras campesinas, de sus animales, semillas y herramientas, y deportó a millones de campesinos, particularmente ucranianos, a las tundras heladas, donde casi todos perecieron. Mientras tanto, quedaron sin labrar las tierras, en manos de comisarios ignorantes, lo que se desató una hambruna espantosa durante al menos 2 años, que se saldó con 8 millones de muertos de hambre. El Holodomor, el Holocausto del hambre, es un recuerdo imborrable para Ucrania, que ha sufrido tanto a manos de la brutalidad rusa y soviética.

La “solución final”
El teatro del horror continuaría con la toma del poder, en Alemania, de un desquiciado Chaplin, al que pocos tomaron en serio, y ni leyeron, con cierta razón, el ladrillo llamado Mi Lucha, escrito entre 1924 y 1925, en el que paladinamente esboza, con todas las letras, su plan de erradicación del pueblo judío de Alemania y del mundo ario, una nebulosa y no definida esfera de “pureza racial”, que estaba en peligro ante una “conspiración mundial judía”. Su programa se materializará en la llamada “solución final”, el exterminio, por diversos medios, de seis millones de seres humanos de origen judío, y de un incierto número de gitanos o romaníes, estimado en un cuarto de millón, el 25% de la población gitana europea. La aterradora aplicación del asesinato a escala industrial, marca un antes y un después en las prácticas genocidas.

Desaparecer a los tártaros
En 1944, por una supuesta colaboración de los tártaros cirineos con los invasores nazis, el gobierno ruso deportó a toda la población tártara de una tierra que había sido suya por al menos 500 años. Con el característico respeto soviético y ruso de los derechos de la gente, casi el 50% de los deportados habían muerto para 1947. Extrañamente, el régimen soviético, en sus últimos estertores durante la Perestroika, reconoció esta deportación como un crimen de estado, y la Rada de Kiev, en 2015, como un genocidio.

Hecatombe ideológica
En la China comunista y maoista, durante el furor del descabellado Gran Salto Adelante, por el descuido e indiferencia del régimen por sus campesinos, obligados a entregar todas sus cosechas para pagar por las fábricas que servirían para industrializar a China, ocurre la peor catástrofe humanitaria del siglo XX, con la muerte, por hambre, de muy cerca de 50 millones de personas. Unos años después, las obsesiones ideológicas de Mao, darán lugar a la trágica Revolución Cultural, que se dirige contra la intelectualidad china, que es sistemáticamente vejada y humillada por los Guardias Rojos. Se estima en dos millones los muertos por las fobias ideológicas del “gran timonel”, que durante 15 años fueron la causa del creciente atraso chino, donde los niveles de pobreza alcanzaron niveles poco menos que subsaharianos.

De Camboya al Perú
Similares fijaciones ideológicas precipitaron, en la Camboya capturada por el Khmer Rojo, de clara filiación maoísta, un genocidio de grandes proporciones, el más eficiente si nos remitimos a las proporciones, pues exterminó a unos 2 millones de camboyanos, cuya culpa como “enemigos de clase”, se probaba por el uso de lentes, o la carencia de callos en las manos. En Peru se intentó injertar esa misma sicopatía con Sendero Luminoso, aplicando conjuntamente el horror de la guerra racial y de clase, durante el cual 70 mil peruanos son asesinados en los altares del odio. Persisten todavía rezagos de esta cosmovisión, cuyo declarado propósito es la expulsión o el exterminio de criollos y mestizos, para la reinstauración de un mítico Tahuantinsuyo.

El corazón de las tinieblas
En esos mismos años 90, se produce otro episodio atroz de odio, ya ni siquiera racial, sino tribal, en Ruanda, donde la mayoría hutu hegemónica, emprende el genocidio de la minoría tutsi, deshumanizada al punto de ser identificada con “cucarachas”. En el furor del odio tribal, son asesinados entre medio y un millón de personas, el 70% de la minoría tutsi en Ruanda. Esta matanza se desarrolla a lo largo de varios meses, a vista y paciencia de una comunidad internacional indiferente, que a sabiendas de lo que ocurría, no interviene sino cuando se ha consumado el crimen. El particular horror de este genocidio, radica en su ferocidad, pues una buena parte de las víctimas son asesinadas a machetazos o por medio de arma blanca. No existe siquiera esa distancia, que tantas veces ha sido invocada para justificarse en el desconocimiento.

Atrocidades balcánicas
Los años 90 serían el turno de los Balcanes, donde, tras la disolución de Yugoslavia, las pasiones racistas serbias se desbordaron, cometiendo horrendos crímenes de guerra y actos de genocidio en Croacia, Bosnia y en Kosovo, habiendo quedado esta última aún dentro de Serbia, a pesar de que el 92% de su población es de etnia y lengua albanesa, con un elevado porcentaje de musulmanes, como en Bosnia.

La Corte Penal Internacional ya ha juzgado y condenado a líderes políticos, así como a militares y funcionarios serbios, por las atrocidades cometidas a nombre de un nacionalismo racista y fanático, que pese a todas las evidencias de los crímenes que se han cometido, sigue gozando de gran apoyo en la sociedad serbia, que considera a estos criminales como héroes y ejemplos.

Genocidio cultural
El genocidio no es sólo el exterminio físico de las víctimas. El genocidio cultural es la otra cara que hoy presenta, consistente en la erradicación de una cultura, de su lenguaje y sus tradiciones e historia, con propósito de asimilarla, a la fuerza, en la civilización dominante. Es el caso de China, que aplica una política extrema de homogeneización del país, en regiones donde las étnias chinas son minoría, por el momento al menos, como en el Tíbet o Sinkiang. En esta última, se está aplicando con rigor una “limpieza cultural” en la población mayoritaria de uighures y kasajos, étnicamente túrquicos, musulmanes de religión, con sus propias tradiciones y sus antiguas culturas. Al mejor estilo de un Hitler o Stalin, se han erigido enormes campos de concentración, eufemísticamente llamados “de reeducación”, para albergar hasta a un millón y medio de “maleducados”, y lograr que abandonen sus malos hábitos, lenguajes incomprensibles y “religión terrorista”, para aprender en su lugar el chino mandarín, y la veneración por el Partido y su Pontífice Xi II.

Regresa el pasado
Esta historia viene a cuento de lo sucedido hace pocos días, en una apartada región del Cáucaso, Nagorno Karabaj, a caballo entre Azerbaijan y Armenia, cuya población es abrumadoramente armenia, y que, por los caprichos de los delimitadores políticos, quedó dentro de un país ajeno, sin vínculos de ninguna especie. Tras la disolución del Imperio Soviético, la región se declaró independiente, con apoyo armenio, en una posición muy precaria. Azerbaijan, un país de etnia turca, es 4 veces más grande y 3 veces más poblado que Armenia, nunca lo aceptó, y con los importantes recursos generados por su industria energética, pudo incrementar sus gastos militares, con el incondicional apoyo y respaldo del régimen turco en lo material, diplomático y político, pues Azerbaijan es parte del sueño panturanista de Erdogan.

En 2021 y 2022, ya se produjeron graves enfrentamientos entre fuerzas azeríes y unidades de Nagorno Karabaj y del ejército armenio, tras el ataque de Azerbaijan.
Se alcanzó una tregua auspiciada por Rusia, que desplegó 2000 soldados separando a los combatientes, pero las tropas azeríes no se retiraron. La intervención rusa se produce por el acuerdo de defensa mutua que tiene con varias de las ex Repúblicas soviéticas, entre ellas Armenia. El nuevo asalto azeri violó la tregua establecida, con el declarado objetivo de reincorporar Nagorno Karabaj a Azerbaijan, objetivo alcanzado por su gran superioridad militar.

Otras prioridades
Con Rusia empantanada en Ucrania, esperar que ésta asuma sus compromisos, es utópico. La importancia de los negocios rusos, así como los europeos, con Azerbaijan, pesan mucho, junto a claras simpatías y afinidades de Putin con el dictador azeri Aliyev, en el poder desde 2003, al revés de lo que ocurre con el presidente de Armenia, un demócrata pro occidental.
Con los antecedentes de hace un siglo, y con los actuales dirigentes e intereses, se vuelve incierto y poco alentador el destino de los 150 mil armenios atrapados en medio de un hostil Azerbaijan, al punto que un altísimo porcentaje de la población armenia, hasta el momento cercana al 80%, ha emprendido la marcha, como hace 100 años, a un precario refugio en Armenia, ante la certeza de que el ancestral odio interétnico y religioso pesaría mucho más que las declaraciones de buenas intenciones del gobierno autoritario de Aliyev, ofreciendo unas poco creíbles garantías a la población armenia del enclave, a la que hasta ayer nomás, amenazaba con duros castigos.

Triste centenario
La historia, dura maestra, ha enseñado a los armenios que, llegados al extremo, están solos, librados a su suerte, pues en su tierra al parecer no hay petróleo, gas, uranio o litio, con lo que no despiertan ningún interés para un mundo que se acostumbró a confundir valor con precio. Un triste centenario para Armen

ia, que ojalá no sea premonitorio de más apetitos panturanistas a ser aplacados con la gradual liquidación de Armenia como estado, completando el siniestro operativo que, hace 100 años, fuera emprendido por Turquía contra esos molestos armenios. Que nadie se sorprenda cuando, por pretextos de fácil construcción, se pretendan concesiones cada vez mayores de un pequeño país que se quedó sin padrino. Para llevar en mente la confiabilidad de las promesas y cantos de sirena de Rusia. Armenia se ha quedado, una vez más, en total soledad de cara a un futuro incierto, plagado de amenazas. Ojalá pueda capear el temporal y salir adelante a pesar de las circunstancias. Que así sea.

Alan Cathey Dávalos
[email protected]