París y sus eternos encantos

Por: Gerardo Luzuriaga Arias
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A falta de miradores naturales, París ofrece magníficas perspectivas, sin obstáculos visuales, desde lo alto de sus principales monumentos, como Notre Dame, el Sacre Coeur, el Arco del Triunfo y por supuesto la Torre Eiffel.

Después de trepar la icónica Torre, y desde las alturas fotografiar los cuatro puntos cardinales de la ciudad, aunque sea en un día sin sol (en París, hasta el cielo grisáceo o la llovizna parecen tener cierto encanto), es muy agradable cruzar el Sena, caminar por los Jardines del Trocadero y ascender morosamente la pequeña colina de Chaillot, y volver la mirada y contemplar uno de los cuadros urbanos más contrastantes, el de ese primoroso parterre, de césped, flores y surtidores (las esplendorosas Fuentes de Varsovia), que se ve casi agobiado por la cercanía de la desmesurada estructura metálica. vEl patriótico Arco del Triunfo, tan imponente, está anclado en el ombligo del Eje Histórico, que se extiende desde “La Défense” en el oeste (la Defensa, las finanzas y la modernidad sorprendente y altanera de un grupo de rascacielos) hasta el clásico Louvre en el este.

La terraza del Arco invita a deleitarse con las vistas maravillosas que desde cualquier ángulo ofrece la ciudad.  Uno puede pasar un buen rato oteando la ingeniosa geometría de manzanas y avenidas que irradian desde el arco triunfante y su Plaza de la Estrella, y absorbiendo la belleza de los Campos Elíseos. También desde la amplia escalinata del Sacre Coeur, o desde los altos de Notre Dame, es gratificante mirar el vasto horizonte de esta hermosísima ciudad. Asimismo, uno puede subir a la azotea del no muy conocido Instituto del Mundo Árabe, en la orilla sur del Sena, que dispensa ángulos estupendos desde donde divisar la Île de la Cité, el corazón de la ciudad en medio del río Sena, con su viejo Pont Neuf y su magnífica y emblemática catedral.

El callejeo

Es muy agradable dedicarse a callejear (más bonito sería poder “flanear”, si algún día la Real Academia de la Lengua Española aceptara este exquisito galicismo, que entraña más sutilezas semánticas) por distritos como la Île Saint-Louis, un pequeño oasis en medio del Sena, (donde vivió el muy popular cantautor de origen egipcio-griego Georges Moustaki, autor de “Le Métèque” –el forastero de origen mediterráneo, el extraño, “el otro”–), o Le Marais o Passy o Saint-Germain-des-Prés, donde uno puede deambular sin destino u objetivo específico, sin prisa, observando suntuosas fachadas o apreciando detalles de puertas y balcones; o visitar una librería de viejo, o servirse un café o un helado en uno de tantos establecimientos pequeños y oseductores (donde uno siempre es bienvenido con un cortés “bon jour, monsieur”) del bulevar Saint-Germain, por ejemplo, o tomarse un descanso en un banco cualquiera y ver la gente pasar.

Si el callejeo lo lleva a uno a la Place des Vosges a mediodía, allí seguramente habrá jóvenes sentados en las bancas que circundan el interior del parque, o en el césped que rodea las fuentes de agua, conversando, sirviéndose su almuerzo, sin apremios. Tal vez haya algún músico tocando guitarra para quitarse el estrés, y probablemente nadie estará corriendo en patineta ni armando escándalo. Esa cautivadora plaza es representativa de buena parte del paisaje urbano parisino: está enmarcada por unos edificios simétricos, de elevación, arquitectura y colores homogéneos, que indiscutiblemente acentúan el atractivo del lugar. En el rincón de una de esas edificaciones está la casa de Víctor Hugo, convertida en museo.

En el no muy concurrido cementerio del Père La Chaisse, que visité en mi viaje más reciente a París, uno puede pasar horas escudriñando los catafalcos y epitafios de preclaros escritores, músicos, poetas, pintores, como Molière, la Fontaine, Daudet, Apollinaire, Balzac , Edith Piaf y Oscar Wilde.Y si queda tiempo, siempre es interesante hacer viajes cortos desde París, a lugares tan turísticos, fastuosos y monumentales como Versalles o a sitios no muy visitados, como Chartres, una ciudad pequeña y coqueta, con río propio, y con una impresionante catedral gótica, construida en el Siglo XIII, y reconocida por sus numerosísimos vitrales azulados.

Testimonios de las maravillas

¡Cuántas maravillas no se han escrito sobre París, cuántas películas no nos hablan de este epicentro de la cultura, las artes y las letras! La deliciosa comedia de de Woody Allen, Midnight in Paris (2011, galardonada con el Premio Oscar al mejor guion, del propio Allen; además, un gran éxito de crítica y de taquilla), ofrece una cautivadora mirada al ambiente artístico de París en los años mil novecientos veinte, que es una verdadera oda a la Ciudad Luz.

Se trata de una fantasía nostálgica que nos lleva, a través de Gil –un joven escritor estadounidense hastiado de componer guiones para Hollywood (y aspirante a novelista), a esos años parisinos fascinantes, sobre los que hemos leído tanto, aquéllos de la gran revolución modernista en la literatura y las artes.

El guionista Gil se encuentra en París de paseo, junto con su novia Inez (cuyo máximo sueño es poder vivir en el exclusivo distrito de Malibú, cerca de Los Ángeles) y los padres de ella. 

El protagonista, estupendamente representado por Owen Wilson, y caracterizado como un tipo romántico y nervioso, deambula solo por las calles de París, noche tras noche, y va descubriendo aquel mundo cautivador, habitado por famosos personajes del arte y de la literatura.

Allí conoce y dialoga, en medio de la bohemia y el desenfreno chic –música jazz, charleston, chicas flapper, salones de fiesta fastuosamente decorados– con figuras tales como Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, T. S. Eliot, Cole Porter, y Gertrude Stein, que acepta leer y comentar el manuscrito de una novela de Gil…También forman parte del círculo de gente famosa, de esos años, varios españoles, entre ellos Picasso, Dalí, Buñuel, hasta el torero Belmonte.

El viaje de Gil a aquella “edad dorada” de la cultura, que tanto estudioso y amante del arte y la literatura desearía poder realizar, se enriquece con hermosas panorámicas y close-ups del siempre cautivante paisaje parisino (magníficamente fotografiado por Darius Khondji): el Sena, los puentes, las grandes avenidas arboladas, parques, plazas y plazoletas, calles adoquinadas acariciadas por la llovizna, cafés instalados en las aceras, boulangeries, marquesinas, uniformes y bellos frontispicios.

Testimonios de la cultura

Al principio de una visita a París, o hacia el final, o entre uno y otro punto, el Louvre aguarda. Se le puede dedicar una tarde, que es muy poco tiempo para semejante tesoro, o todo un día, o dos o tres, y uno no se cansa de admirar tanta historia, tanta belleza, plasmada en piedra o lienzo. El egipcio “Escriba sentado” de Saqqara, de increíble realismo; la distante e impasible “Venus” de Milo; la tierna “Madona con el Niño y San Juan Bautista” de Rafael; el visible dolor del “Esclavo moribundo” de Miguel Ángel; la habilidosa “Adivina” de Caravaggio; las juguetonas hermanas Gabrielle d’Estrées y la Duquesa de Villars; la poblanisima “Consagración del Emperador Napoleón y la Coronación de la Emperatriz Josefina” de Jacques-Louis David; la “Gran Odalisca”, seductora, de Ingres; la opípara, sensual y violenta “Muerte de Sardanápalo” de Delacroix.

Todas esas obras maestras, y tantísimas otras, parecieran estar esperando la mirada de los miles de adultos, jóvenes y niños que se acercan al museo cada día. Y ciertamente está a la espera la pintura más famosa, la “Mona Lisa”, bella, enigmática, tentadora y lejana. ¿Se trata de la esposa de un mercader florentino, Lisa de Giocondo, ¿“La Gioconda”? ¿O más bien, de Catarina, la madre de Leonardo, como propuso Freud? ¿O acaso, de un autorretrato del propio pintor en guisa de mujer, y en plan de burla, como pretenden otros? En cualquier caso, La Gioconda quedará grabada en la memoria de todo visitante, le hará cavilar, quizás sonreír, y él querrá algún día regresar.

Gerardo Luzuriaga Arias
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