La pacífica abuela

Autor: Revista Semanal | RS 99


Tras la firma de Postdam, el 2 de agosto de 1945, del Tratado de rendición de Alemania, país derrotado en la segunda guerra mundial, el mundo amaneció con una conformación geopolítica inédita: habían surgido dos superpotencias La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, y los Estados Unidos de Norteamérica.

Poco tiempo después, estas dos potencias se enfrascaron en una sorda lucha por alcanzar un poder hegemónico que les llevara a ser la potencia más potente (si cabe el término) y, por ende, que pudiera dominar al mundo entero.

Esa sorda lucha tuvo sus características muy especiales, que, hasta entonces, no se habían conocido en el mundo. A causa de que, meses después de la firma de dicho tratado, la humanidad asistiera horrorizada a la explosión de la poderosa bomba atómica y que ya se hablara de la bomba de hidrógeno más potente que aquella, el miedo de que se desatara otra guerra con estas armas en manos de aquellos dos países, se apoderó de toda la humanidad, incluyendo a los pueblos de estas dos naciones. Por eso, el enfrentamiento fue sordo como peligroso.

La Guerra Fría, como se la denominó a esta lucha por el poder mundial, se asemejaba más a una guerra publicitaria, en la que ambas naciones mostraban sus virtudes y grandezas y escondían sus defectos y bajezas; mientras que la sangre y los muertos lo ponían países que habían caído bajo la rueda de su influencia en territorios alejados de las fronteras de las dos grandes potencias.

Pequeñas guerras, revoluciones, golpes de Estado, financiación de partidos políticos al interior de otros Estados para lograr apoyos y tratados comerciales preferenciales, fueron las noticias recurrentes de esa guerra.

Pero no fueron los únicos actos que definieron esa época; también la Guerra Fría, elevó a límites insospechados, la labor escondida de espías que buscaban “robar” los documentos secretos del adversario para ponerlos en conocimiento de sus superiores. Tanto en la ficción como en la realidad, los espías jugaron un papel preponderante y fundamental en el juego escondido de esta guerra.

Ian Flemming, un oscuro empleado del MI6 de Inglaterra, saltó a la fama al crear un personaje llamado James Bond, con permiso para matar. En el cine, en esos años ocupó la mente de los espectadores del mundo occidental que, de esta manera, se sentían protegidos del enemigo oriental. John le Carré, por su parte, escribía sus libros, con un conocimiento sorprendente sobre el mundo de los espías y con una fría y desgarradora literatura sobre ese submundo en el que se movían hombres y mujeres debidamente entrenados en el uso de armas de fuego, como de trampas de tecnología de punta para aquellos días. Espías que se jugaban la vida en cada misión que les era encomendada por los jefes de los servicios secretos de ambos países y de sus aliados.

Sin embargo, habrían de pasar muchas décadas para que los países abriesen sus archivos y desclasificaran documentos secretos.

Eran, estos, planes, misiones, acciones ejecutadas durante la Guerra Fría, por los agentes de las oficinas dedicadas, precisamente, a conocer los secretos del enemigo, y a esconder los secretos propios.

Hace poco, Inglaterra permitió conocer una de estas misiones secretas. Lo hizo porque los actores del drama ya habían fallecido y no había ningún peligro de retaliaciones contra ellos. El periódico The Daily News aprovechó esta apertura para publicar una de aquellas historias de espías cargadas de verdad y menos fantasiosas.
Los protagonistas

Dice el diario que, “A las 07h30 horas del 16 de julio de 1985 en Moscú, Oleg Gordievsky ciudadano ruso, se hallaba parado, frente a la puerta de una pequeña panadería de la avenida Kutuzovsky Prospekt, una de las más importantes y transitadas del centro de Moscú. En una mano sostenía una bolsa de plástico de los supermercados británicos Safeway. Minutos después, a las 7.46, otro hombre caminaba por la acera de enfrente con una bolsa de los almacenes Harrods y una chocolatina Mars. Los dos hombres no cambiaron ni una sola palabra, pero, el contacto estaba establecido”.

Aquellas dos bolsas y la chocolatina eran las señales que ponían en marcha la Operación Pimlico, uno de los planes de rescate más novelescos y trascendentes de la Guerra Fría, creado para sacar de Moscú a Gordievsky cuando la KGB le había descubierto.

Es que Gordievsky era, hasta ese momento, “el espía más valioso que Gran Bretaña había tenido durante el siglo XX, calificado a menudo como mejor agente doble de la historia o como el topo que evitó la Tercera Guerra Mundial y salvó la vida a millones de vidas” según lo calificaba el MI6, título que lo recogía el periódico.
Han tenido que pasar 35 años para que conociéramos la identidad de la agente responsable de diseñar aquella operación histórica y dirigirla.

Había otro personaje, menos vistoso, pero no por ello menos importante. El diario la reseña de este modo: “El pasado 28 de diciembre, en West Clandon, a la edad de 90 fallecía Valerie Pettit, una aparente secretaria jubilada del Ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña quien, tras su retiro, se dedicó a cuidar de su madre y su hermana, a ir al teatro y a la iglesia y a promover una campaña para preservar los bosques que rodeaban a su casa”. Ni siquiera sus amigos más íntimos sabían que la sencilla señorita Pettit había sido una de las espías más importantes de su país.

La Operación Pimlico
En julio de 1985, sin embargo, esta oficial del servicio secreto inglés lo tenía todo calculado para extraer a Gordievsky. Todo el mundo, y cuando se dice todo el mundo, quiero decir, todas las autoridades del espionaje británico estaban convencidas de que era prácticamente imposible que saliera bien, salvo ella.

“Una vez recibida la señal, Gordievsky debía dirigirse hacia un punto aislado cerca de la frontera con Finlandia. Allí sería recibido por dos oficiales del MI6 en coches diplomáticos y, oculto en el maletero, los sacarían ilegalmente de la URSS . En principio, estos vehículos oficiales no estaban sujetos al registro por parte de los policías aduaneros. Todo ello lo había previsto Pettit, que monitoreaba la operación a cierta distancia. Incluso la había entrenado con agentes en los bosques de Guildford. Nada podía salir mal”.

La primera alarma
La primera señal de alarma para Gordievsky se produjo la tarde del 22 de mayo de 1985, mientras estaba tranquilamente en su oficina de Londres. Hacía solo cinco meses que había sido nombrado responsable máximo de la KGB en la capital inglesa, tras la expulsión de su jefe, el general Arkadi Guk, del país. Un ascenso importante que abrió la oportunidad para que el gobierno británico pudiera contar con un espía en lo más alto de los puestos de mando de la URSS. Y así ocurrió.

Gordievsky, fue recibido como un héroe cuando llegó a Moscú para su nombramiento. Nadie sospechaba de él.

Todo marchó como la seda durante cinco meses, hasta que aquel 22 de mayo llegó el telegrama en el que se requería de inmediato su presencia en Moscú. «Importantes discusiones», decía simplemente. Algo andaba mal y lo sabía, así que salió de su edificio diplomático en Londres, se dirigió a una cabina telefónica a varios kilómetros de distancia y llamó a su contacto en el MI6.

Una vida de novela
Desde Copenhague, donde fue enviado a bajo cobertura diplomática, en 1966, tras su estancia en Alemania empezó a pasar una gran cantidad de información valiosa al enemigo, incluidas las identidades de numerosos espías soviéticos y oficiales de inteligencia que operaban en Occidente. Antes de abandonar Dinamarca con destino a Moscú en 1978, Gordievsky pidió a sus enlaces británicos que elaboraran un plan de escape por si acaso necesitara salir huyendo de Moscú.

“La tarea recayó en la oficial Valerie Pettit, que tenía entonces 48 años. Se había licenciado en la Universidad de Exeter y unido al Ministerio de Asuntos Exteriores británico poco después. Pronto dio pruebas de poseer una mente aguda y ser una persona modesta, patriótica y rigurosamente discreta, lo que le valió ser transferida al MI6. El año en que Gordievsky pidió su plan de extracción, ella acababa de ser ascendida al cargo de suplente del jefe de la sección P5 del MI6, la misma que dirigía a los agentes soviéticos y sus operaciones”.

Ambos se conocieron en 1982, cuando la KGB envió al agente doble por primera vez a la embajada soviética de Londres.

Guerra nuclear
Y sigue el diario con su narración: “Nunca ningún servicio de información occidental había conseguido un topo de tan alto nivel como él. Desbarató operaciones soviéticas en Dinamarca, destapó las actividades de importantes colaboradores noruegos y suecos con el Kremlin, informó de cómo funcionaba el KGB por dentro con todo tipo de detalles, nombres y operaciones, alertó sobre la relación del líder laborista Michael Foot con el Kremlin e informó de los periodistas y políticos que estaban a sueldo de la embajada de la URSS en diferentes países, y todo ello, con la supervisión de Pettit”.

Sin embargo, sus dos contribuciones más importantes fueron; “identificar a Mijail Gorbachov, mucho antes de que fuera elegido, como el mandatario que impulsaría la desmembración de la Unión Soviética; y, evitar una confrontación nuclear con la Unión Soviética. El último caso se produjo en el contexto de las maniobras Able Archer 83 de la OTAN, realizados en noviembre de 1983. Un simulacro rutinario de ataque nuclear que se hacían cada año, pero que en esta ocasión la Alianza decidió incluir algunas modificaciones: usar una nueva codificación, elevar la alerta a su nivel máximo de Defcon 1, movilizar a los jefes de Estado y desplegar misiles atómicos junto al Muro de Berlín. Aquello hizo creer a Gorbachov y sus altos mandos militares que el enemigo preparaba un ataque nuclear real”.

La reacción fue inmediata. Los soviéticos prepararon sus propias armas atómicas e, incluso, fijaron una fecha para adelantarse al ataque de Occidente: el 11 de noviembre. Todos los altos cargos del KGB repartidos por Europa, incluido Gordievsky, recibieron el 9 de noviembre la información de la ofensiva, que sin duda desataría la Tercera Guerra Mundial. El topo alertó rápidamente al MI6 y este informó de inmediato a la CIA y al presidente Ronald Reagan. Aquello provocó que la OTAN bajara la tensión y organizara una reunión entre este último y Gorbachov, lo que evitó la muerte de millones de personas.

Reagan y Gorbachov
Pero, si Gran Bretaña había conseguido introducir un topo en los servicios secretos de la URSS, ésta también logró, en mayo de 1985, “que un oficial descontento de la CIA llamado Aldrich Ames se acercara a la KGB en Washington a vender información, incluidas las identidades de los espías detrás del Telón de Acero que trabajaban para Occidente. Aquel fue el final de Gordievsky que, un día después, fue llamado a Moscú.

Y el Dialy News termina su relato: “El 16 de julio fue a la mencionada panadería con su bolsa del Safeway. Dada la señal, eludió a sus perseguidores y se marchó al punto de encuentro cerca de la frontera. Cuatro días después, con Pettit dirigiendo la operación al detalle, dos oficiales del MI6 y sus esposas lo recogieron, lo envolvieron en una manta reflectante para evitar que las cámaras infrarrojas lo detectaran y lo metieron en el maletero de uno de los vehículos diplomáticos. Los perros de la aduana, en cambio, sí que olieron el cuerpo de Gordievsky y comenzaron a rodear el automóvil. Las mujeres jugaron su última carta y funcionó: una de ellas abrió una bolsa de patatas fritas con queso y cebolla para comérsela y la otra dejó caer al suelo un pañal sucio de su hijo, lo que despistó por un momento al can y pudieron seguir su camino”.

Al entrar en Finlandia se dirigieron a un claro de un bosque cercano para que Gordievsky se subiera a un tercer coche con el segundo equipo de extracción del MI6. Cuando le abrieron el maletero, a la primera persona que vio fue a Valerie Pettit, que le estaba esperando. «Ella fue la primera persona que vi como un hombre libre», escribió Gordievsky.