El milagro de la virgen dolorosa

Por Dr. Pedro Velasco Espinosa | [email protected]

 

Con estas palabras de infantil candor, Carlos Herrmann le pide a su compañero Pedro Donoso que vaya con él a contemplar el cuadro de la Virgen Dolorosa que pendía de la pared del lado derecho del comedor de los alumnos internos del Colegio San Gabriel.

Era el 20 de abril de 1906. Los guambras, de entre 11 y 17, años cenaban, pasadas las ocho de la noche, después de una excusión. De pronto, una cromolitografía de la Virgen Dolorosa obra el milagro de entornar los ojos, de abrirlos y cerrarlos, ante las incrédulas -en un principio- y luego asombradas miradas de 36 alumnos internos del Colegio San Gabriel, dos inspectores y dos trabajadores del servicio del internado.

Los sucesos, los narro a base de los testimonios que obran del “Proceso Canónico”, levantado por la autoridad religiosa sobre el Prodigio, documento que confiere plena fe sobre el hecho portentoso.

Muy cerca de la imagen de la Santísima Virgen estaba la mesa de los alumnos menores llamados Jaime Chávez Ramírez, Carlos Herrmann y Pedro Donoso. Cifraban en la edad de 10 y 11 años

Herrmann, viendo el cuadro pendiente de la pared, comentaba cómo esas siete espadas que la Virgen tenía clavadas en su corazón eran por nuestros pecados. Al principio nada notó de extraordinario, sólo unos cinco minutos después observó que “se movían los párpados” de la sagrada imagen. En un primer momento creyó que era imaginación, pero al instante su compañero Jaime Chávez, que también estaba mirando el cuadro, lleno de espanto y tapándose los ojos con la mano le dice ¡“ve a la Virgen”! y los dos se quedaron atónitos al ver que la imagen de la Santísima Virgen abría y cerraba sus ojos expresivamente como una persona viva.

“Le vi que la Virgen empezaba a torcer los ojos como los que están agonizantes”, se expresa el niño Chávez en su lenguaje espontáneo e infantil al dar su testimonio; y Carlos Herrmann dice: “le vi.. y me mueve los párpados”.

Sobrecogidos los niños ante tan inesperado como extraño fenómeno, y viendo que la sagrada imagen continuaba moviendo sus ojos, el niño Jaime Chávez invita a su compañero Carlos Herrmann a rezar un Padre Nuestro y una Ave María. Se ponen de rodillas y rezan; luego vuelven a sentarse, pero sin apartar los ojos de la imagen; acto seguido, Carlos Herrmann acude a buscar a su compañero de mesa Pedro Donoso, que estaba hablando con su hermano mayor en otra mesa, y le dice: “Vení y verás esta cosa chusca”, y como Pedro no hiciera caso, le insiste por tres veces hasta lograr llevarlo consigo.

Al mismo tiempo, Jaime Chávez empieza a correr la voz entre los demás alumnos de lo que estaba ocurriendo. Algunos se acercan entre incrédulos y burlones, pero con asombro ven que en realidad la Virgen abría y cerraba suave y majestuosamente sus ojos. Uno de los niños acude a decírselo al P. Prefecto y el Hno. Alberdi que estaban conversando despreocupados con otros alumnos. Se acerca primero el Hno. Alberdi sin dar mayor crédito a lo que le decían, mientras que el Prefecto rechaza al alumno que le estaba llamando, diciéndole que “se dejen de dislates”.

El niño y todos los que estaban viendo el prodigio le instan para que se acerque y lo vea. Por fin, se acerca, “decidido a desvanecer la idea cerciorándose expresamente que las lámparas eléctricas no se movían o si acaso no había algún reflejo especial en la imagen”.

“¡AHORA CIERRA!, ¡AHORA ABRE!”

Ante el clamor de los alumnos que presenciaban el Prodigio, acude, por fin, el P. Roesch. Antes de llegar al pie de la imagen vuelve sus ojos a las bujías. “No, nada especial; los cuatro focos de luz eléctrica de 16 bujías alumbran quietos con luz suficiente el salón. Va, pues, se coloca frente a la imagen, eleva los ojos sin pestañar: la Virgen cerraba los párpados con lentitud”. El Padre Roesch declara así en su testimonio: “Puesto en frente de la imagen, rodeado de los niños, clavé los ojos en ella sin pestañar y noté que cerraba la Virgen Santísima los párpados con lentitud, pero no creyendo aún que fuera cierto me aparté del lugar

El Padre, sin pensar nada, se retira. El Hno. Alberdi le sigue, le hace volverse: “¡Pero, Padre, si esto es un prodigio! ¡Si esto es un prodigio!

Al pie de la imagen los niños exclaman, fijos sus ojos en los de la Dolorosa: “Ahora cierra, “ahora abre.”

“Volví de nuevo –declaró días más tarde el P. Roesch- al puesto que ocupaba al principio, entonces sentí como un frío que me helaba el cuerpo, viendo, sin poder dudar, que la imagen cerraba efectivamente y abría los ojos”.

Pese a los ruegos de los niños “en querer llamar al P. Rector, el P. Roesch no quiso, porque tal vez estaba algo turbado, y más bien tocó la palmada para irnos a la capilla a rezar el Rosario, sin embargo, de que aún continuaba la Santísima Virgen cerrando y abriendo sus ojos. También le dije al Padre “llevemos el cuadro a la capilla para rezar en santo Rosario delante de Ella, pero tampoco lo quiso”, testimonia el Hno. Alberdi.

El “cronista del Colegio “San Gabriel”, al otro día, escribía lacónicamente: “En la cena de la noche ven los internos que la Virgen de una oleografía cierra y abre los ojos”.

LA CORONACION

Domingo 22 de abril de 1956. La ciudad de Quito despertó con repique de campanas y toque de dianas. Era el regocijado saludo a la Madre Dolorosa del Colegio San Gabriel en el día de su Coronación Canónica. El pasado 20 se habían cumplido 50 años del Prodigio ante 36 jóvenes alumnos internos del colegio de los padres jesuitas.

La Jerarquía católica había escogido al Estadio Municipal de El Ejido (el tradicional estadio «del Arbolito») como marco de los solemnes actos litúrgicos y cívicos programados para este inolvidable día.

A las 8 de la mañana, Su Eminencia el Cardenal Carlos María de la Torre, Arzobispo de Quito y Delegado del Sumo Pontífice Pío XII, iniciaba la solemne Misa Pontifical. El espectáculo era impresionante y conmovedor. El recinto estaba desbordante de fieles; al pie del altar de la Virgen Dolorosa todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, encabezadas por el Presidente de la República, Dr. José María Velasco Ibarra.

A las 10 y 15 de la mañana, un pueblo emocionado oye, con el acento de siglos, el solemne repicar de las campanas de la Basílica de San Pedro de Roma y acto seguido la voz clara, vibrante y subyugadora del Vicario de Cristo, Su Santidad el Papa Pío XII:

«Amadísimos hijos, católicos ecuatorianos y, más en especial, católicos quiteños, que con suma devoción y entusiasmo colocáis hoy una corona sobre las sienes de vuestra «Dolorosa del Colegio» al cumplir los cincuenta años de las manifestaciones con que Ella os mostró su predilección. ¿Qué idea ha sido esta, hijos amadísimos, de celebrar con fiestas y con júbilo a Quien ante vosotros se muestra con los ojos llenos de lágrimas? ¿Quién os ha enseñado a coronar con una corona de oro a la que tiene en las manos una corona de espinas?  Y ha sido Quito, la legendaria e histórica Quito, que recostada en la ladera del orgulloso Pichincha y coronada de cumbres volcánicas, se diría que duerme un sueño de gloria en la paz templada de su alta meseta; ha sido Quito, la de la encantadora «Azucena», que Nos mismo tuvimos la singular satisfacción de elevar al máximo honor de los altares, la que hoy ha preparado a su Madre Dolorosa este triunfo, pagando una vieja deuda de gratitud en la que más que el oro y que las piedras preciosas lo que cuenta, como todo don filial, es el corazón con que se ofrece«.

A medida que el Papa habla los corazones se comprimen de emoción, hasta estallar en una salva de aplausos tan pronto Pío XII cierra su Mensaje con estas palabras:

«Una Bendición a esa ciudad y a toda la nación ecuatoriana; una Bendición a toda la América de lengua española y, más particularmente, a todos aquellos que, en estos momentos, de un modo o de otro, oigan Nuestra voz«.

Había llegado el momento culminante de la Coronación Pontificia a la sagrada imagen de la «Dolorosita». Se había convenido que el Dr. Velasco Ibarra, en representación de la Patria, hiciera la entrega de la corona al Eminentísimo Cardenal de la Torre, para que éste en representación del Santo Padre cumpla con el rito canónico. Feliz coincidencia: tanto el Presidente de la República como el Cardenal del Ecuador eran ex alumnos del Colegio San Gabriel y ambos debían cumplir con el entrañable cometido de coronar a la Virgen de su Colegio.

La multitud, que con emoción contenida no perdía detalle del singular acto, saludó la Coronación con lágrimas y aplausos. Más que nunca, el cielo de la Capital tenía un azul esplendoroso.

El mediodía había pasado sin hacerse sentir; todavía resonaban las palabras del Sucesor de Pedro: «Recíbela Tu benignamente, oh Dolorosa de Quito; recíbela Tu, y que sean precisamente Tus dolores, que sean Tus lágrimas las que, descendiendo sobre esa tierra fértil, hagan prosperar y madurar frutos de perfección cristina y de santidad. Es un pueblo que te ama y que no quiere verte llorar más, es un pueblo dispuesto a llorar él sus pecados con tal de que Tu sonrías; es un pueblo de hijos tuyos, de devotísimos hijos tuyos que hoy te ofrece esa corona como prenda tangible de reconciliación, como memoria perenne del amor que te profesa, como señal de reconocimiento de Tu soberanía maternal. Es un pueblo predilecto que, aunque te haya costado lágrimas, puede asegurarte que no son lágrimas perdidas, sino que, precisamente, por ellas confía plenamente en Tu bondad y en Tu intercesión«.