La prueba del Cotopaxi

Nadie sabe cuándo llegará la hora, pero, por elemental sentido de la probabilidad, en algún momento la erupción del Cotopaxi sucederá. El grado de destrucción que esto implicaría —como lo evidencian las pasadas erupciones, la última ocurrida en 1877— nos lleva a abrazar una malentendida resignación; como creemos, equivocadamente, que nada podemos hacer, preferimos actuar como si nada pasara. Estamos equivocados.

Expertos de todo el mundo coinciden en destacar que cualquier obra humana de contención resultaría inútil. Por un lado y, como reza el proverbio, cuando uno se encuentra hundido en un hueco lo primero que debe hacer es dejar de cavar; el Estado puede evitar la creación de más asentamientos en zonas de riesgo, por medio de campañas y regulaciones. Por el otro, sí es posible perfeccionar y fortalecer los planes de contingencia para enfrentar al peor de los escenarios. Se debe asegurar fondos de emergencia y trabajar en infraestructura —vial y de comunicaciones— que pueda seguir operando en esas circunstancias. Se debería estar formando especialistas para gestionar esa potencial crisis y puliendo los planes para enfrentar los costos humanos y económicos en caso de que llegue la hora.

Sin embargo, lo más importante es dejar a un lado el catastrofismo y saber que, sin importar qué suceda, los ecuatorianos sabremos salir adelante, tal como tantas otras veces en nuestra historia. Para evitar sufrimiento innecesario es mejor tener, desde ya, alternativas viables y organizadas.