¿Hacia dónde va la educación?

El país sigue recibiendo angustiantes revelaciones con respecto al estado de la educación. 230 mil alumnos abandonaron el sistema escolar —los mayores probablemente de manera definitiva— y solo 7 de cada 10 estudiantes que llegan a la secundaria terminan el bachillerato. Parece que los esfuerzos de la última década sirvieron de poco; las nuevas mediciones muestran que no ha habido progresos sustanciales desde 2013 y —un indicador estremecedor— que apenas 4 de cada 10 niños de 10 años entiende lo que lee.

Deficiencias de ese calibre en la educación conllevan un colosal impacto en el desarrollo y calidad de vida de una sociedad. Un poco de sentido común informaría las innegables mejoras en productividad, crecimiento y ciudadanía que el país experimentaría si pudiera, al menos, alcanzar mejor escolaridad.

Un puñado de medidas concretas, de bajo costo, bastarían para hacer una inmensa diferencia. Los Gobiernos Autónomos Descentralizados (GAD) podrían establecer centros de educación infantil con acceso a educación preescolar para la comunidad, al estilo de los Guagua Centros que en Quito el exalcalde Jorge Yunda se empeñó en destruir. Se podría incluir, como forma de compensación y estímulo, bonos de apoyo para familias cuyos hijos terminan el bachillerato. Por último, debería dejarse a un lado el sistema de equiparación en el ingreso a la universidad y establecer un sistema de nivelación para los aspirantes de todo el país.

No se trata de quedarnos en parches, pero una reforma estructural del magisterio, el currículum y el método tomarán décadas, en caso de que el Gobierno decida empezar hoy.

Se siguen priorizando medidas populistas, como el alza salarial de los profesores, aunque no exige calidad o preparación, y por tanto, omite evidencia alguna de que vaya a mejorar la calidad de la enseñanza.