La tabla de consumo de drogas

Carlos Arellano

En el reciente debate presidencial, el aspirante Daniel Noboa interpeló en reiteradas ocasiones a su contrincante sobre la tabla de consumo de drogas. Esta tabla, que fija los límites máximos que una persona puede portar sin incurrir en sanciones de encarcelamiento, fue objeto de seria controversia. El aspirante la tachó como la raíz de la actual crisis de inseguridad que aqueja a Ecuador. Según su criterio, «(…) fomenta el microtráfico en las escuelas y crea una generación (…) de niños adictos».

Dicho mecanismo, orquestado en el gobierno de Rafael Correa por el ya extinto Consejo Nacional de Control de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas (CONSEP), supuso un momento de lucidez frente al problema. Sin tal recurso, las prisiones estarían colmadas por ciudadanos que, aunque consumidores, no constituían una amenaza criminal. Correa, en aquel entonces, entendió que penalizar a los consumidores equivalía a ignorar un problema de salud pública que aqueja no solo a Ecuador, sino a toda la región.

Ni siquiera el presidente Guillermo Lasso, un hombre de convicciones conservadoras, a pesar de sus promesas de campaña, intentó embarcarse en tal desafío porque -al parecer- entendió que su eliminación no resolvería el problema de fondo.

Indiscutiblemente, el tráfico de drogas ostenta una buena parte de responsabilidad en la actual crisis de inseguridad que castiga al país y a la región. Pero, en lugar de prolongar una guerra interminable que solo ha cosechado muerte y devastación, que ha derrochado los recursos públicos en costosos esfuerzos para librar una batalla perdida, tal vez la respuesta a estas tribulaciones resida en la legalización de la venta de estupefacientes.

La legalización otorgaría varios beneficios palpables. En primer lugar, reduciría la violencia provocada por el crimen organizado. Segundo, la regulación de la producción y distribución de drogas mitigaría el riesgo de adulteración, elevando la calidad de estos. Tercero, al despenalizar la venta, se liberarían recursos judiciales y penitenciarios que podrían destinarse a otros asuntos de importancia. Por último, los impuestos derivados de la venta de drogas podrían convertirse en una fuente de ingresos para el gobierno, fondos que bien podrían dirigirse hacia programas de prevención y tratamiento de adicciones.