Ma. Daniela Piedra Carrión
La desnutrición infantil no sólo es una tragedia individual, sino también un desafío colectivo que socava el potencial de generaciones enteras y perpetúa el ciclo de la pobreza. Los niños que sufren de desnutrición enfrentan un mayor riesgo de enfermedades, discapacidades y retrasos en su crecimiento físico y cognitivo, teniendo un impacto inmediato en su calidad de vida.
Desde el enfoque interseccional, la desnutrición se expresa de diferente forma en ciertos grupos poblacionales. La ENDI 2022-2023, nos muestra fotografías específicas, como en el caso de etnias, en donde en la población indígena la desnutrición es mayor (33,4%) en comparación con poblaciones afro, montubia, mestiza, blanca u otra. En cuanto a nivel de instrucción de la madre, esta afectación es más alta cuando el nivel de educación es básico o ninguna; además, la presencia del padre suele ser nula en cuanto al cuidado de la salud de sus hijos/as. Y, por último, a nivel nacional, en la ruralidad es mayor el porcentaje (21,9%), pero se agudiza en las ruralidades de la Sierra, seguido de la ruralidad de la Amazonía del Ecuador (28% y 23% respectivamente).
Con tan solo estos datos se evidencia el resultado de una falta de calidad en la educación, alimentación y atención médica oportuna; además de la pobreza, la falta de acceso a servicios básicos y la desigualdad de género. A largo plazo implica una sociedad menos productiva, con una fuerza laboral enferma y menos eficiente, generando un alto costo para un sistema de salud frágil y afectaciones al desarrollo económico social.
En fin, la desnutrición infantil es un problema que altera la estructura de una sociedad. Cambiarlo, requiere un compromiso a largo plazo y de todos/as para garantizar el fin del ciclo de la desnutrición infantil y construir un futuro próspero y con igualdad de oportunidades.