Esther Cuesta, innecesaria

Nicolás Merizalde
Nicolás Merizalde

Nicolás Merizalde 

Decía Einstein, que sólo el universo y la estupidez son infinitos. Entre las muchas formas que puede tomar la estupidez, hay una particularmente indecente porque retoña en ridículo y nos rebota en esa inmerecida sensación: la vergüenza ajena. Los mexicanos tienen una expresión más justa, la pena ajena, pero como no es momento para consideraciones con México, olvidemos y sigamos. 

Este jueves, cuando el barco de la revolución hace aguas por todos los costados y viejos tripulantes prefieren saltar por la borda que hundirse con el capitán, pirata, gurú y pastor de sus mejores tiempos, a la asambleísta Esther Cuesta no se le ocurrió mejor cosa que atarse un pañuelo a la cabeza como medida de protesta y señalar un comparativo entre su lucha y dolor con la de las madres de mayo argentinas. Chistoso hasta que uno piensa que esa lumbrera cobra fondos públicos. Escalofriante si pensamos que, para ella, un símbolo de su partido, la tragedia de la tortura, asesinato y desaparición de miles de jóvenes en plena dictadura militar, el secuestro de niños y otros horrores son comparables con la situación del señor Jorge Glas. Insultante. 

No me voy a detener a recabar el deterioro cognitivo de esta parte de la clase política, no es mi propósito y queda a la vista. Lo que pretendo es hacer un llamado a nuestras conciencias para renunciar a la hipocresía. 

Con justo derecho, las declaraciones de AMLO causaron nuestra indignación por hacer un paralelismo insensible y fuera de lugar. No veo por qué, puertas adentro, somos tan permisivos con declaraciones de este calibre que también resultan chocantes y vergonzosas. No deberíamos premiar con cargos a gente capaz de gastar saliva tan inconscientemente. Veamos la viga propia, decía la semana pasada, y ésta me veo en la obligación de repetirlo. Amerita la redundancia.