No voy a negarlo, hay razones para celebrar: la saludable alternabilidad ha vuelto a nuestra vida política. Los roces propios del control de poderes volverán a generar crispación, y deberemos reaprender los gajes de la democracia en lugar de renegar de ella bajo el pseudónimo ramplón de la “partidocracia”. Sin embargo, en ese re-encuentro con la cara menos bella del Estado de Derecho radica el mayor peligro de su perdurabilidad.
Los ecuatorianos somos hijos del despotismo, brevemente pausado por líderes demócratas que tratan de darle una senda de dignidad y decencia tras el penúltimo brote caudillista. Esta tradición de la cólera tiene una oportunidad de romperse si el nuevo gobierno logra definitivamente bajar las llamas del fervor religioso de nuestro espíritu político. Y desde luego, liquidar las causas del círculo vicioso que alimentaría al próximo déspota. Esto le impide ceder o pactar con el populismo y mucho menos recaer en sus mañas. Elevar el ejercicio político de la retórica de lo utópico a la maestría de lo posible y desmantelar esa narrativa dañina que, en lugar de proponer el culto al progreso, lo convirtió en un motivo de culpa. Pero, sobre todo, otorgarle fiabilidad a la gestión pública, a la independencia de poderes y disminuir la desigualdad.
Hacerlo sin necesidad de un Estado controlador y paternalista, es posible. Y es el reto de los siguientes años para el gobierno y para todos, responsables de tender puentes de desarrollo y comunicación en este país escindido por el capricho de unos pocos. El frágil suelo político que ha erigido a Lasso le brinda una excelente oportunidad para zurcir los descosidos de los últimos años y de toda nuestra historia republicana y así evitar que burdos remedos de líderes como el Sr. Yunda camuflen detrás del racismo, por ejemplo, la indignidad de sus decisiones.