Un futuro mejor

Todos los seres humanos tenemos derecho a un futuro mejor. Lo importante es trabajar para hacerlo realidad, esforzarnos por conquistarlo, más todavía si el deseo es un sueño colectivo. Esta es una conquista diaria que se puede cristalizar en ciertos espacios con conducción o liderazgo acertados.

Por ello, los procesos electorales son tan importantes en los países democráticos, aquellos en los que el pueblo se acerca a dar su voto para a sus gobernantes. Así puede entenderse el estallido de euforia que recorrió el Ecuador la noche del 11 de abril, luego de conocerse el resultado de la contienda electoral que consagró como ganador a alguien en las antípodas del denominado socialismo del siglo XXI, que tanto mal le causó a nuestro país y a muchos de América Latina.

Estamos obligados a conseguir ese futuro mejor, a llenar la brecha que hace que las desigualdades florezcan, a dar oportunidades a todos y atención a quienes más la requieren.

Ganar elecciones es un honor, pero implica deberes que se deben afrontar con la necesidad de colocar a las mejores mujeres y hombres al frente de las carteras de Estado, de los organismos que dependen de él, sobre todo a quienes manejarán presupuestos y trabajarán con los sagrados dineros del pueblo.

El proceso implica tamaños retos en un país hambriento de justicia, de respuestas claras y cuentas transparentes; un país atribulado por la corrupción, por la pobreza, por el deterioro de los indicadores de vida, por la necesidad de cubrir sus necesidades diarias en medio de las incertidumbres que el mundo nos depara.

La necesidad de recuperar la fe aparece como la menos importante para algunos despistados, pero en realidad tiene una importancia capital, es el termómetro que mide la satisfacción de los pueblos, que nutre las esperanzas y aspiraciones a ese bien intangible que es la felicidad.

Si las necesidades son tan profundas y los sueños tan largamente acariciados, la responsabilidad de los gobernantes es aún mayor.