Sociedad aberrante

En días pasados ha fallecido el insigne maestro José Julio Barberis Romero. De esa camada de educadores a quienes los padres respaldaron en sus decisiones y cuyos alumnos los recordarán por siempre, porque detrás de su exigencia, estaban los afanes por una juventud disciplinada para actuar con responsabilidad en la vida.

Hace unas tres décadas, la voz del maestro era respetada en las aulas y también la de los progenitores en los hogares. La gente sabía que al colegio se iba a estudiar, a aprender y, es posible que las reprimendas hayan sido severas, pero es innegable que la sociedad creía en la honestidad y la verdad como hechos fundamentales de la coexistencia humana.

La palabra para los abuelos era una ley que se amparaba en el honor y su cumplimiento hablaba del buen nombre de una persona, pero hoy no hay seriedad ni con documentos firmados y la honestidad se ha convertido en sinónimo de tontería.

Hoy, enriquecerse en un cargo público es ‘lo lógico’, pero salir con el mismo patrimonio que se entró es motivo de burla y de desprecio. ¡Qué grave!

Asociarse entre amigos para desperdigarse a trabajar en las campañas de los diferentes candidatos en pos de que cualquiera que gane, se  logren cargos para todos los ‘panas’, incluidas sus esposas, es una práctica común entre muchos ciudadanos.

Tampoco es dable que un magistrado de justicia, el hombre que debería juzgar con imparcialidad, probidad y honestidad, en cuestión de meses de ejercicio al frente de su cargo, sea propietario de alguna mansión, o haya multiplicado exponencialmente su patrimonio, cuando su sueldo mensual no da para tanta riqueza. Si su mensual llegaría a los 5.000 dólares y el juez no gastaría en alimentación, vestido, educación de sus hijos, etc…; es decir, ahorraría todo, al fin de un año tendría 60.000 dólares. ¿Cómo entonces aparecen algunos, llenos de propiedades y casas de lujo, en poco tiempo? Ahí hay ‘mano negra’ y los ciudadanos de bien necesitamos sabernos en las mejores manos para que se administre justicia en pos de una convivencia justa y pacífica.

Cuando se politizan los funcionarios de justicia, no hay sentencias válidas, sus actos son acciones improcedentes, que los convierten en fantoches que se mueven al vaivén de quienes o les financian sus ‘gustitos’ y vicios, o les mantienen en sus cargos.

Lo mismo pasa cuando en la educación de nuestros niños y jóvenes, las decisiones financieras son más importantes que las académicas. Todo se vuelve un burdo negocio. Si los alumnos son considerados clientes, ellos siempre tendrán la razón y habrá que darles gusto, so pena de que se cambien de institución educativa y eso signifique un ingreso menos para los financistas de la entidad educativa, que de cualquier manera tiene que producir plata para enriquecerlos, aunque los salarios de los maestros sean irrisorios o los estudiantes no aprendan nada y peor todavía practiquen valores morales.

Vivimos en un tiempo y circunstancias en las que si no nos sacudimos y empezamos a comprender estas aberraciones, para levantar nuestra voz y poner criterio en lo que vemos, terminaremos hundidos, sin opción de reparación  y sin la esperanza de mejores días.